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Rancière, Jacques. (2003). El maestro
ignorante: Cinco lecciones sobre la emancipación
intelectual. Barcelona: Laertes. (Edición
original en francés: Rancière, Jacques. (1987). Le
maître ignoran:. Cinq leçons sur
l’émancipation intellectuelle. Paris:
Fayard.)
ISBN 84-7584-504-5
Reseñado por Alejandro A. Cerletti
Universidad de Buenos Aires
25 de julio de 2003
Resumen
El maestro ignorante, de Jacques Rancière, es un
sagaz libro de filosofía que, a partir de la exhumación
de un personaje singular de la historia de la educación
–Joseph Jacotot–, problematiza una cuestión
política fundamental: la igualdad. Educación,
filosofía y política tejen la trama compleja de este
texto altisonante y provocador. En este trabajo se intentará
mostrar cómo Rancière conmueve los cimientos de las
interpretaciones que hacen de la igualdad el punto de llegada de
las políticas supuestamente emancipadoras y en qué
medida queda abierta la cuestión de cómo llevar
adelante una política igualitaria, no sólo en la
educación sino también, y sobre todo, en general.
Abstract
Jacques Ranciere's The Ignorant Teacher is
a sagacious book of philosophy that, based on the exhumation of a
singular character in the history of education--Joseph
Jacotot--problematizes the fundamental political issue of
equality. Education, philosophy and politics are woven into the
complex plot of this lofty and provocative text. This paper aims
to show how Rancière disturbs the interpretive foundations
which presume to make of equality the point of arrival of a
pretentiously emancipatory politics, and to what extent the
question remains open of how to develop an egalitarian
policy--not just in the realms of education but more
generally.
Educación e igualdad: A propósito de El
maestro ignorante, de Jacques Rancière
La preparación del libro La noche de los proletarios:
Archivos del sueño obrero (La nuit des
prolétaires: Archives du rêve ouvrier, París,
Fayard, 1981) había conducido a Jacques Rancière a
dedicarse al estudio de las prácticas que los obreros
llevaban adelante para la educación de sus hijos. Una de las
preocupaciones que guiaban entonces su trabajo era encontrar
caminos que pudieran vincular la emancipación intelectual
con la emancipación social. Este trabajo de exploración
lo llevó a toparse con un personaje singular de la historia
de la educación francesa: Joseph Jacotot. La figura de este
antimaestro decimonónico y sus extravagantes métodos de
enseñanza pasaron a ser presencias recurrentes, a veces
explícitas y otras no, en las inquietudes políticas de
Rancière y en diversos pasajes de su producción
teórica. Coincidentemente con el período de estas
investigaciones, tuvo lugar, en Francia, la llegada de los
socialistas al gobierno y junto a las primeras medidas adoptadas
en referencia a la educación se desató una
polémica política y teórica alrededor de la
significación y la finalidad de la escuela actual.
Confrontaban allí las concepciones progresistas de cuño
sociológico, inspiradas en la obra de Pierre Bourdieu, con
el pensamiento tradicional “republicano”. Unos,
señalaba la necesidad de adaptar los saberes y las
prácticas educativas a la realidad de los sectores más
desfavorecidos, otros, promovían la difusión
indiferenciada del saber como forma de instrucción
igualitaria. Pese a la oposición, para Rancière, unos y
otros se instalaban en un mismo terreno común: vinculaban la
transmisión del saber con la conquista de la igualdad. Sobre
este punto van a girar gran parte de los planteos posteriores de
nuestro autor.
La preocupación de Rancière por la educación
popular y las referencias a Jacotot, tangenciales o directas,
continuaron en El filósofo y sus pobres (Le
philosophe et ses pauvres, París, Fayard, 1983) y en su
participación en el volumen colectivo Los salvajes en la
ciudad: Autoemancipación del pueblo e instrucción de
los proletarios en el siglo XIX (Les sauvages dans la
cité: Autoémancipation du peuple et instruction des
prolétaires au XIXième siècle, Seyssel, Champ
Vallon, 1985). Pero es en El maestro ignorante: Cinco
lecciones sobre la emancipación intelectual (Le
maître ignorant: Cinq leçons sur
l’émancipation intellectuelle, París, Fayard,
1987) –que aquí reseñamos– donde
Rancière construye y despliega su propio Jacotot,
transformándolo en un intempestivo portavoz de sus ideas.
Este cuidadoso trabajo de apropiación política ha
permitido a Rancière convertir una peculiar cuestión
pedagógica de principios del siglo XIX en una
problematización política de vital actualidad. El
camino que siguió Rancière al desarrollar la
cuestión del significado social de la emancipación
intelectual lo llevó a concentrar su atención en un
tema político fundamental: la igualdad. Educación,
política y filosofía tejen entonces la trama compleja
de este libro altisonante y provocador. En las páginas que
siguen intentaré mostrar cómo Rancière logra
conmover los cimientos de las interpretaciones que hacen de la
igualdad el punto de llegada de las políticas supuestamente
emancipadoras y en qué medida queda abierta la cuestión
de cómo llevar adelante una política igualitaria.
En el cruce de la educación institucionalizada y la
acción política progresista se ha afirmado que la
educación tendría como una de sus tareas fundamentales
intentar paliar o mitigar las contradicciones de clase (o de
género, de raza, de religión, u otras) propias de
nuestras sociedades. La prédica liberal ha insistido con que
la escuela debería funcionar como reguladora de las
desigualdades sociales, garantizando mecanismos o estrategias que
converjan hacia la igualdad de oportunidades. Los ideales
fundacionales de la Ilustración, que con diversos matices
llegan hasta nuestro presente, colocaban a la adquisición de
conocimientos como la llave maestra para la consecución de
la libertad del hombre. Correspondería a la instrucción
pública extender tal beneficio a todos, sin diferencias de
origen. Estas diversas consideraciones comparten el supuesto de
que la institución educativa tendría la responsabilidad
política de hacer algo por igualar lo que se
presentaría, de hecho, como desigual.
El maestro ignorante se desarrolla en un doble
registro, en dos recorridos paralelos que se entrecruzan y
realimentan. En el primero, el relato se construye sobre la
figura de Joseph Jacotot y su experiencia personal de
enseñanza en los albores del siglo XIX, profundamente
convulsionada por una serie de circunstancias azarosas que
motivaron un cambio tajante en su mirada sobre la educación
tradicional. El segundo, se despliega a partir de la
apropiación política que hace Rancière de aquella
experiencia, en una suerte de contrapunto constante. En este
doble movimiento, el libro va sobreimprimiendo a la
descripción de una cuestión básicamente
pedagógica la construcción de un problema eminentemente
político, verdadero núcleo propositivo de la obra.
No deja de sorprender cómo El maestro
ignorante, ya desde las primeras páginas, dirige un
ataque demoledor sobre un recurso clásico y señero de
toda educación: la explicación. De manera abrupta,
vemos que la explicación pasa de ser aquella herramienta
privilegiada con la que los maestros, desinteresadamente, han
intentado llevar a sus alumnos hacia el conocimiento y la
cultura, a convertirse en un arma sutil de imposición y
dominación. Una serie de circunstancias puntuales de su
experiencia concreta de enseñar le hicieron comprender a
Jacotot que la “explicación” (es decir, la
conducción de los alumnos, por etapas, desde la ignorancia
hacia el saber), contrariamente a lo que sostenía la
pedagogía –y él mismo pensaba hasta
entonces–, no era el vehículo preclaro e
imprescindible del magisterio; que era posible construir otra
relación entre maestros y alumnos que la tradicional
vertical, organizada a partir del que supuestamente sabe y el que
no. Esta conmoción originada en la práctica misma
pasó a ser el punto de quiebre de toda una concepción
de la enseñanza y transformó la vida de Jacotot en un
esforzado intento por desplegar hasta sus últimas
consecuencias la novedad que había vislumbrado.
Rancière se detiene cuidadosamente en este proceso y
desarrolla, a su vez, en toda su magnitud, las consecuencias
políticas que este quiebre supone.
En la interpretación Jacotot-Rancière,
la explicación cumple una tarea fundamentalmente regulativa.
En la medida en que divide el mundo en dos, separando a los que
saben de los que no –los que “explican” de los
que escuchan y “aprenden”–, instaura una
segmentación que es mucho más significativa que una
mera distinción de dominios de saberes. Toda la
enseñanza clásica se apoya en esta idea supuestamente
neutral de la explicación-transmisión, cuya matriz
sostiene, a grandes rasgos, que hay algo (un conocimiento, una
destreza) que alguien tiene –el maestro– y se lo
transmite, por medio de una explicación, a alguien que no lo
tiene, el alumno. El que no sabe irá aprendiendo de a poco y
con el tiempo adquirirá los saberes de que carecía.
Pero el reconocimiento de esta distinción entre los que
saben y los que no, que es inherente a la existencia misma de
cualquier magisterio, no sólo define la relación que
cada uno tiene con los conocimientos sino que, y esto es lo
más importante, demarca una serie de estamentos. En efecto,
tomar conciencia de la segmentación que produce el dominio
de ciertos saberes hace que cada uno internalice el lugar que
ocupa y vea que la posibilidad de ascender viene ligada a la
subordinación –en principio, intelectual– a un
explicador. Por cierto, si uno pudiera hacerlo por sí mismo
no sería necesario el maestro. Para Jacotot, la
institución educativa tiene como función reproducir
esta distinción jerárquica porque de ella justamente
vive, es su condición de posibilidad. El maestro administra,
en nombre del estado, un segmento de poder. Él controla la
distancia que hay entre lo que se debe enseñar y lo
aprendido, entre lo enseñable y la comprensión de lo
enseñado. Constituye la supervisión y garantía de
la eficiencia de la transmisión. El que explica algo y luego
controla la fidelidad de lo “aprendido” es para
Jacotot un “embrutecedor”, alguien que no emancipa
sino que ubica al otro en un mundo de rangos, consolidado y
natural. En última instancia, termina instalándose, a
partir de la supuesta posesión y capacidad de
utilización de los saberes, una lógica de superiores e
inferiores. Para Rancière, esta matriz jerárquica
termina siendo la estructura básica con la que se comprende
la sociedad.
La experiencia inédita vivida por Jacotot le hizo
constatar que es posible aprender sin un maestro explicador, que
si alguien quiere aprender puede ser capaz de disponer las
relaciones con el otro de una manera original y propia. Aprender
sin un maestro explicador no quiere decir, sin embargo, que se
prescinda de todo maestro. Pero ¿qué quiere decir que
pueda no haber un explicador y que de todos modos se pueda
aprender de un maestro? ¿Qué enseña un maestro que
emancipa, a diferencia de otro que explica y, por lo tanto,
embrutece? ¿En qué consiste este magisterio diferente?
Por lo pronto, para Jacotot es preciso separar las dos funciones
que la práctica del maestro explicador une: la del conocedor
o especialista en un saber y la del que enseña.
¿Qué podría significar entonces enseñar otra
cosa que un saber, ser algo distinto del conocedor que transmite
su dominio? No se tratará de enseñar el propio saber
(en rigor, ni siquiera hay que tenerlo: esa es, justamente, la
escandalosa posibilidad del maestro “ignorante”) sino
de hacer explícito que el otro es capaz de aprender lo que
quiera. Lo que se enseña cuando se emancipa es a usar la
propia inteligencia. La función del maestro será
plantear al alumno un desafío del que no pueda salir
más que por sí mismo. Es interrogar como un igual y no
como un conocedor, que ya sabe todas las respuestas. El que
enseña emancipando sabe que él también está
aprendiendo y las respuestas del otro son nuevas preguntas para
él. La palabra circula entre todos y no en una sola
dirección. Algunos textos clásicos, verdaderas
herramientas-motor del “método” Jacotot,
permitían decir a cada uno lo que pensaba y no eran en
absoluto un fin en sí mismos.. Permitían que cada uno
hable, no como maestro o alumno, sino como hombre o mujer. Es
decir, no como aquel que es examinado en vista de una
evaluación sino como aquel de quien interesa lo que pueda
decir. No se trata de explicar lo que los científicos, los
artistas o los filósofos dicen o hacen, sino de ser, en
alguna forma, científicos, artistas o filósofos.
¿Cuál es la lectura política que puede hacerse
de este “antimagisterio” de Jacotot, quien no se
cansaba de repetir que no tenía nada (ningún
“contenido” en especial) que enseñar a sus
alumnos? La posibilidad de emancipación en el enseñar
está ligada, para Jacotot, a la potencialidad de un triple
cuestionamiento, que es un llamado libertario dirigido a la
inteligencia, y un imperativo radical, dirigido a la voluntad. El
maestro no debe dejar de preguntar: “y tú...
¿qué ves?, ¿qué piensas?, ¿qué
harías?”. Las respuestas, entonces, dejarán de
ser un secreto que atesora el maestro para transformarse en una
conquista, de cada alumno, sobre los saberes, sobre el mundo y
sobre sí mismo. El único imperativo que el maestro debe
sostener con tenacidad frente a un alumno es “¡tú
puedes!”. Partiendo de esta consigna, que potencia las
posibilidades de cada uno, junto a los tres interrogantes
mencionados, es posible desplazar la cuestión educativa
hacia la política y evaluar sus consecuencias. En efecto,
alguien que no se somete a un orden jerárquico, construido a
partir de desigualdades de inteligencia u otra referencia,
alguien que no se ve como inferior sino que reconoce y valora su
propia capacidad, y se sostiene en su tenacidad, podrá
emanciparse. Un obrero (o un campesino, un artesano o cualquiera)
se emancipará intelectualmente “si piensa en lo que
él es y en lo que hace dentro del orden social” (p.
59). Podríamos decir que, en un sentido estricto,
recién entonces será un sujeto, alguien que se
conoce a sí mismo como viajero intelectual, como alguien que
piensa y puede actuar en consecuencia. Como alguien que se
interroga y que puede interrogar a los que supuestamente saben y,
sobre todo, a los que supuestamente saben y además
gobiernan. En términos de Jacotot: “Toda la
práctica de la enseñanza universal se resume en la
pregunta: ¿y tú, qué piensas? Todo su poder
radica en la conciencia de emancipación que ella actualiza
en el maestro y suscita en el alumno.” (p. 63) Si no se
trata de transmitir conocimientos, entonces, ¿cualquiera
podría ser un maestro emancipador? Efectivamente, siempre y
cuando haga propios el triple cuestionamiento y el “tú
puedes”.
Esta condición de sostener la enseñanza y la
emancipación en una singularidad –la construcción
del camino propio– tiene una derivación peculiar: la
imposibilidad de institucionalizar un “método
Jacotot”. Esta consecuencia es catastrófica para
quienes, por ejemplo, imaginan que la liberación de los
hombres y las mujeres puede ser conducida por una política
de estado, por “progresista” que ella sea. No es
difícil entrever una veta anarquista en la médula del
planteo político-pedagógico que Rancière realza de
Jacotot: enseñar y aprender es un vínculo directo entre
los individuos (sin mediaciones), la imposibilidad de
institucionalización, la relación conflictiva con el
estado, etc. A Jacotot le pasó lo mismo que a todo
revolucionario triunfador. Luego de los éxitos iniciales,
comprueba que si es verdaderamente consecuente con sus principios
revolucionarios, en el mismo momento en que comienza a
institucionalizar su revolución triunfante comienza
también a liquidarla. Pero no es tan interesante la eventual
perspectiva de desescolarización que podría derivarse
del planteo general de Jacotot –ya que la intención de
Rancière es más política que
pedagógica– como la posibilidad de pensar, a partir de
aquél, una política de nuevo cuño. En efecto, el
movimiento que fuerza Rancière en la experiencia
pedagógica de Jacotot, por un lado, deja al descubierto una
de las paradojas de la institución educativa (y, más
específicamente, del estado): qué es lo que impone o
debe imponer (o sea, hasta dónde obliga) en nombre de la
libertad. Lleva al centro de la escena los límites del
ejercicio de la autoridad y la necesidad de sujeción (a la
lógica de estado, a través de la escuela) frente a la
constitución de sujetos (o seres libres). Por otro lado, se
nos advierte que no hay quien nos debe decir cómo son las
cosas y qué es lo que habría que hacer; sólo se
nos insiste en que somos capaces de pensar y hacer. La
incapacidad de llegar a algo por uno mismo, en tanto ficción
estructurante que se debía suponer para fundamentar la
explicación, es la misma incapacidad que se debe suponer
para hacer una política de delegación. En nombre de una
incapacidad técnica u operativa (desconocimiento /
imposibilidad de ejercer por uno mismo las decisiones) se
justifica la necesidad de mediadores: los tecnócratas
economicistas, los políticos “profesionales”,
etc. La paradoja del maestro emancipador es que emancipa sin
constituirse ni en líder ni en guía, lo hace sólo
apostando a que cada uno puede hacerlo. Se podría ir
más lejos aún. La explicación no sería
sólo el arma embrutecedora que emplean los pedagogos
ingenuamente, sino la estructuración misma del orden social:
la explicación dominante es la que “explica”
–manifiesta o implícitamente– el porqué de
la distribución de los rangos existentes y la necesidad de
su sostenimiento para el beneficio común. Las distancias que
la escuela (y el estado) pretende reducir son aquello de lo que
vive y le da sentido, y en consecuencia, no deja de reproducir.
En última instancia, se garantiza la integración del
lazo social a partir de la integración pacífica de la
masa, guiada por las élites instruidas. La tremenda
osadía o pretensión de insinuar que se puede
“enseñar lo que se ignora”, mucho más que
manifestar un absurdo didáctico, tiene una intencionalidad
filosófica y política crucial. Expresa la potencia del
pensamiento y la posibilidad que tienen todos de construir
lo nuevo.
Ahora bien, nada de esto sería posible sin el supuesto
constituyente de que todos somos iguales, que, en
Rancière, presenta una radicalidad inédita. Pero
¿qué quiere decir y qué alcances tiene dicha
afirmación?
A diferencia de los análisis usuales de la cuestión
igualitaria en la que la igualdad termina siempre siendo un
objetivo a conquistar, Rancière parte de, o postula,
la igualdad, para luego extraer de esa apuesta todas las
consecuencias que sea posible derivar. La igualdad no será
entonces algo que está al final del camino, como una lejana
meta a la que hay que llegar y respecto de la cual sólo
importa discutir y evaluar los métodos para alcanzarla. Para
Rancière, la igualdad es una afirmación sin más
fundamentación que la decisión de hacerla y la voluntad
de ser consecuentes con ella. En esta línea, ubicar la
igualdad al comienzo define un punto de inicio para todas las
acciones humanas y un pensamiento verdaderamente liberadores.
En Jacotot, el tema de la igualdad está focalizado en la
igualdad de las inteligencias. La emancipación intelectual
de los individuos no tiene otro objeto que permitir
“verificar” o poner en acto dicha igualdad.
Rancière hace pie en esta idea, se sirve de ella, y la
extiende a un plano general. En este movimiento podemos ver
cómo el desplazamiento de lo pedagógico a lo
político toma forma, una vez más. La decisión de
partir de la igualdad, aunque no fundada, tiene sin embargo una
serie de comentarios o ilustraciones que acercan una suerte de
justificación. En efecto, Rancière se detiene en
discutir la trivial constatación empírica de que lo que
hay es la desigualdad. De hecho, por todos lados no se vería
más que desigualdad de inteligencias, o desigualdad a secas.
Qué más natural que comprobar la evidencia, lo que
cualquiera podría corroborar: que hay inteligentes y brutos,
capaces e incapaces, espíritus abiertos y cerebros obtusos.
Unos pasan mejor los exámenes que otros; unos progresan,
otros repiten, ya sean alumnos del mismo origen social, cultural,
etc., o diferente. Unos saben, otros no. Unos pueden, otros no.
Pero ¿qué se puede extraer en nombre de la
política o en favor de la justicia verificando que
todos somos diferentes? ¿Acaso no se podría afirmar
también –dice Rancière– que es evidente la
“igualdad” del amo y el siervo o del dominador y el
dominado, en la medida en “que es evidente” que los
segundos deben “comprender” las órdenes de los
primeros, para obedecerlas? ¿No se trata de la misma
inteligencia la que los hace situarse en la misma estructura de
dominación? Para Rancière, quien quiere proceder a
partir de la desigualdad debe presuponer la igualdad y en esto
apoya la decisión que guía el libro. Ahora bien, esta
suerte de “justificación” de la necesidad de
presuposición de la igualdad tiene algunas dificultades.
Detengámonos brevemente en ella.
Rancière intenta “justificar” de dos modos
diferentes el recurso a sostener la igualdad de las
inteligencias. Por un lado, hace referencia a la igualdad
supuesta en el acto de quien dice algo y otro comprende (es la
igualdad necesaria que habría que reconocer para que la
desigualdad funcione). En realidad, lo que estaría haciendo
es derivar o sustentar la igualdad en algo común y previo.
Este planteo no podría conducir, en última instancia, a
otro lugar que a aquellas posiciones que sostienen la existencia
de una “esencialidad” compartida en el habla,
reconocen un a priori del lenguaje, o bien consideran
inevitable participar de las condiciones de toda
comunicación o, incluso, afirman lo natural de compartir el
don de la palabra. En esta línea, desembocar en un
neoesencialismo, en la teoría de la acción comunicativa
de Habermas o en algunos planteos Agamben o Derrida es sólo
cuestión de gimnasia teórica. El segundo modo, que es
el más potente, no es, en sentido estricto, una
justificación sino más bien un ejercicio de intento de
actualización de la igualdad. Por ejemplo, afirmando que el
punto de partida de cualquier “aprendizaje” no
será nunca lo que el “ignorante” (en el sentido
trivial de quien no detenta un conocimiento determinado) ignora
sino lo que el “ignorante” sabe (y, por cierto, suele
saber muchas cosas). De todos modos, la riqueza de la
posición de Rancière no se muestra en el primer intento
de justificación, que es débil y poco consecuente con
el resto de sus planteos, sino que se exhibe con mayor vigor en
el segundo, donde la clave es sostener que el planteo igualitario
es una decisión primaria que tiene la fuerza de un axioma y,
en consecuencia, hace superfluo cualquier intento de prueba o
demostración. Ahora bien, afirmar el postulado igualitario
será, por cierto, una decisión política.
La educación y la política no pueden partir de la
desigualdad y tratar de anularla con acciones correctivas
–educativas o políticas–, que procuren hacer
iguales de los desiguales. Quien parte de una desigualdad que
entiende de hecho, evidentemente la admite. Esto significa
que reconoce que o bien hay desiguales a él (inferiores) y
él aspira igualarlos (haciendo lo posible por
“ascender” a los inferiores), o bien hay desiguales a
él (superiores) que él debe esforzarse en igualar, pero
con la ayuda de los superiores (ya que de no ser así,
evidentemente no serían sus superiores y podría
bastarse a sí mismo). En cualquiera de los dos casos, lo que
domina –y es eje de la lectura política que hace El
maestro ignorante–, es el menosprecio, ya sea del otro
o de uno mismo. Es querer fundar todo intento de acción en
la impotencia, en la debilidad o en lo peor de cada uno.
Tampoco se trataría, por cierto, de intentar realizar una
comprobación científica empírica de la desigualdad
de las inteligencias (que en el fondo no será más que
una petición de principio, ya que lo que se encontrará
es la desigualdad que se presupuso), o de intentar constatar que
esto sea siquiera posible (jamás se podría llegar a
otra cosa que constatar que todos somos diferentes), o, peor
aún, de intentar cuantificar cuán diferentes somos.
Pero, ¿qué podría significar “probar”
que dos inteligencias son iguales, o diferentes en tal
número? En definitiva, la inteligencia se puede reconocer
por sus efectos y la exploración de los efectos de un
postulado igualitario es, para Rancière, mucho más
significativo que partir de una evidente desigualdad.
Lo que interesa a Rancière es descubrir la potencialidad
de todo hombre o mujer cuando se considera igual a los demás
y considera a todos los hombres iguales a él. La voluntad
será la vuelta sobre sí del ser que razona, que se
reconoce con capacidad para pensar y actuar. El reconocimiento de
la igualdad horizontaliza las relaciones de poder y ubica el
protagonismo en cada uno de nosotros. Es una manera de establecer
relaciones entre los humanos en las que a todos sin
excepción se les reconoce la posibilidad de la palabra. Lo
que embrutece a una persona no es su falta de instrucción
sino la creencia en la inferioridad de su inteligencia, y lo que
embrutece a los “inferiores” embrutece, al mismo
tiempo, a los “superiores”.
Lo verdaderamente emancipador no será entonces el
recorrido o el camino hacia el logro de una igualdad (que, en
definitiva nunca se concreta), sino el reconocimiento del
principio. La igualdad no se da ni se reivindica, ella se
practica, nos enseña Rancière. Y Jacotot nos
muestra que el más “ignorante” sabe también
muchas cosas y en eso debe fundarse toda enseñanza. Instruir
será entonces: o embrutecer –es decir, confirmar una
incapacidad, pretendiendo reducir la distancia al no saber–
o emancipar, esto es, forzar una capacidad que se ignora o niega
que se tiene para extraer de ello todas las consecuencias.
El siglo que acaba de concluir ha visto cómo ha ido
cambiando la valoración política y social del lugar y
la función que corresponde a maestros y profesores. Se ha
pasado de enaltecerlos, desde su papel casi santo de misioneros
educativos o liberadores sociales, a denunciarlos como poco menos
que instrumentos perversos de la reproducción social e
ideológica del capital. Con mucha agudeza, Rancière
pone el centro de atención en otro lugar y descoloca aquella
contraposición. En este cambio de perspectiva, los maestros
(y todos los hombres y las mujeres en general) no liberarán
o someterán por su sola función en el diseño
institucional de un estado, sino que lo harán a partir de
sus decisiones en cuanto a la relación que establecen con
los demás. La acción emancipadora será
consecuencia de sostenerse en el postulado de la igualdad entre
los seres humanos, y, a partir de esta decisión, se
abrirá un mundo de posibilidades inéditas en la que la
posesión de saberes no será el fundamento velado de las
jerarquizaciones. Éste es el mensaje que El maestro
ignorante nos da. Pero también abre las puertas a otros
desafíos.
A su manera, el libro de Rancière rompe, en un sentido
general, con la noción de “víctima” (del
sistema, de las condiciones de producción y
reproducción, de la pobreza estructural, de la
globalización, etc.), ya que la supuesta víctima es
alguien que piensa y decide, y no un mero cuerpo que debe ser
alimentado o un ignorante que debe ser educado. La
combinación conceptual reconocimiento de la desigualdad
en el origen - víctima no puede llevar mucho más
lejos que a la caridad, al sentimiento piadoso de la
beneficencia. Y esto es así porque no se considera al otro
un igual sino un inferior que debe ser ayudado. Por el contrario,
el otro es para Rancière alguien que piensa y en el
diálogo igualitario de las inteligencias es que puede
ponerse de manifiesto que un “ignorante” puede llegar
a ser un emancipador y un sabio, un embrutecedor. Podemos sacar
una conclusión quizás para muchos sorprendente: la
igualdad no depende de lo social (ni es siquiera el resultado de
una acción justa), sino de una decisión y de ser
coherente con ella. Pero no es todo. El maestro ignorante
deja vislumbrar también una idea singular: la igualdad
está excluida del funcionamiento normal de todo orden
social, pero es, a su vez, su justificación y objetivo (se
la pone afuera, y es, en última instancia, inalcanzable). El
contrapunto en la educación es también significativo:
siempre hay algo que callar para que la educación sea
posible.
Jacotot constituyó una disrupción, un ruido molesto
en el buen orden del estado de cosas imperante, imposible de ser
oído desde la normalidad. El desafío que asume
Rancière es ser consecuente con la radicalidad de aquella
novedad, en principio pedagógica, para comenzar a recorrer
caminos políticos originales. El maestro ignorante
pone en el centro de la atención la tensión que soporta
la educación como reproducción de lo que hay y la
posibilidad de aparición de lo nuevo. En última
instancia, tematiza qué significa que haya, en un sentido
estricto, “sujetos” de la educación, o mejor,
“sujetos” de su educación. Pero
también, y quizás sobre todo, que haya sujetos
políticos.
El maestro ignorante de Jacques Rancière es uno de
esos peculiares libros que no dejan impasibles a sus lectores,
que tocan ciertos puntos sensibles y cruciales con una agudeza de
análisis que, sin duda, disparará más de una
polémica. Alain Badiou ha afirmado que los libros de
Rancière no son ni conclusiones ni directivas sino,
fundamentalmente, cláusulas de interrupción.
Esto es, no se desprende de ellos ninguna
“interpretación” de lo establecido, alguna pauta
de lo que hay que hacer o cómo llevar adelante tal o cual
práctica, sino que más bien constituyen objeciones a la
aparente normalidad, al natural estado de las cosas, ubicando la
mirada de la crítica en un ángulo inédito.
Plenamente ubicado en esta perspectiva, el texto que acabamos de
presentar es una auténtica provocación al
pensamiento.
Acerca del autor del libro
Jacques Rancière (Argelia, 1940) Doctor en
Filosofía. Profesor Emérito de Estética y
Política de la Universidad de París VIII
(Vincennes-Saint Denis), departamento de Filosofía. Ex
director de programa en el Collège
International de Philosophie (París). Es autor,
entre otras obras, de La Nuit des Prolétaires,
Le Philosophe et ses pauvres, La
mésentente. Politiqueet
philosophie.
Acerca del autor de la reseña
Alejandro A. Cerletti. Profesor e investigador de la
Universidad de Buenos Aires. Docente del departamento de
Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras.
Especialista en Enseñanza de la Filosofía y
Filosofía de la Educación. Es co-autor de La
Filosofía en la escuela. Caminos para pensar su sentido
y La enseñanza de la Filosofía en la escuela
secundaria. Aportes para un diagnóstico. Ha publicado
diversos artículos en revistas especializadas.
Reseñas Educativas/ Resenhas Educativas
publica reseñas de libros sobre educación, cubriendo
tanto trabajos académicos como practicas educativas.
Todas las informaciones son evaluadas por los editores:
Editor para Español y Portugués
Gustavo E. Fischman
Arizona State University
Editor General (inglés)
Gene V Glass
Arizona State University
Reseñas Educativas es firmante de la Budapest Open Access Initiative.
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