Leite Garcia, Regina (Org.) (2003). Método: pesquisa
com o cotidiano. Brasil: DP&A editora.
264 pp.
ISBN 85-7490-238-1
Reseñado por Mª Isabel Jociles Rubio
Universidad Complutense de Madrid
9 de diciembre de 2004
Se trata de un libro colectivo cuyos textos son fruto de dos
seminarios internos del denominado GRUPALFA (Grupo de Pesquisa de
Alfabetizaçao dos alunos e alunas das classes populares), en
los que también participaron otros autores, parte de los
cuales son miembros de otros grupos, como el de Nilda Alves y el
de Reinaldo Fleuri, que –tal como asegura Garcia,
organizadora de los seminarios y coordinadora de GRUPALFA- tienen
“afinidades electivas” (p.9) entre sí. El primer
aspecto (su origen en seminarios) se aprecia, p.e., en el
contenido de los artículos, puesto que mientras unos textos
se centran principalmente en presentar resultados de
investigaciones/intervenciones realizadas en contextos educativos
y/o hacen hincapié en el ideario
teórico-epistemológico de los participantes, otros
parecen ser fruto de la labor como “relatores”
(/comentadores de los trabajos presentados) realizada por algunos
de ellos en dichos seminarios. El segundo aspecto, esto es, el de
las “afinidades electivas”, hace inteligible que los
diversos artículos incluidos en la obra compartan aspectos
como la yuxtaposición y/o la unión de términos
dicotómicos (enseñanzaprendizaje, individualcolectivo,
espaciotiempo..); el uso de un mismo lenguaje, muy caro al
posmodernismo, dentro del cual son omnipresentes términos
como “problematizar”, “dislocar”,
“complejidad”, “no-linealidad”,
“caos”, “indeterminación”,
“híbrido”, “rizomático”,
“nómada”, “no visible”,
“itinerancias”, “entrelugares”,
“flujo”, “autoorganización” o
“auto-eco-organización”, etc.; o el hecho de que
no se explicite el significado que, en el campo de las ciencias
sociales y humanas, pudieran vehicular términos como los
anteriores, en particular los extraídos de la física
cuántica o de la teoría de sistemas, dentro de las
cuales adquieren sentidos muy precisos difícilmente
exportables a otros campos a no ser que también se exporten,
en unos casos, el andamiaje matemático en que se expresan y,
en general, los marcos teóricos en que se insertan.
Posiblemente, este tipo de explicitaciones, necesarias para un
lector que no forma parte de los grupos de Regina Leite Garcia o
de Nilda Alves, son redundantes en un contexto de diálogo
entre “afines”, entre quienes comparten o consideran
compartir esos significados; más en este caso, puesto que
de atender –p.e.- a las estrategias de citación
bibliográfica utilizadas en la obra, cabría concluir
que nos encontramos ante unos grupos bastante cohesionados.
En el primer capítulo (“Tentando compreender a
complexidade do cotidiano”) es donde Regina Leite Garcia
presenta los dos seminarios en los que el libro se gesta y, sobre
todo, introduce ya el lenguaje y el ideario compartidos por los
participates. Se trata de un ideario que, en principio, puede
resultar atractivo a cualquier lector que no comulgue con los
panteamientos positivistas en investigación social y que, al
mismo tiempo, se resista a generar teorías que no
contribuyan a una transformación /mejora de la sociedad.
Así, Leite nos habla de una “epistemología de la
complejidad” que, ante todo, propugna una combinación
de teoría y práctica; una combinación concebida
como tan indisolube que pasa a llamarla
“prácticateoríapráctica” (sin guiones
de separación), y dentro de la cual la teoría sólo
tendría sentido si muestra su validez a través de su
capacidad para contribuir a “la lucha por una sociedad
más democrática, más solidaria, más
justa” (p.10). Otras cuestiones que aborda (empleando
siempre el “nosotros”, es decir, hablando en nombre
de los participantes en el seminario) son las del método y
la relación sujeto-objeto de la investigación. En
cuanto a la primera, se plantea si el método es un “a
priori” o, por el contrario, se va constituyendo a lo largo
del proceso de investigación, decantándose –al
modo de los metodológos/investigadores cualitativos- por
esto último, puesto que (tomando la expresión de
Ginzburg) aboga por un “rigor flexible”, entendido
como un seguimiento de “pistas” que a veces se
abandonan a favor de otras más provisorias, y que
permitiría al investigador “sumergirse en la
complejidad de lo cotidiano”(p.15). En lo que respecta a la
relación sujeto-objeto de la investigación, estimo que
es una cuestión que resuelve de forma demasiado rápida.
Huyendo -según dice- de una perspectiva de
“construcción del objeto”, asegura que la
diferencia entre ésta y la perspectiva que ellos (los
participantes en los seminarios) mantienen estriba en que
“(e)l objeto está allá para ser investigado y
nosotros lo reconocemos como sujeto”, añadiendo acto
seguido que la investigación se produce en diálogo con
los sujetos: “sujeto, no objeto”, de modo que tanto
el investigador como el investigado son ambos sujetos “que,
en el proceso de investigación, se ponen a investigar su
propia práctica” (p.13). Hay que resaltar, en primer
lugar, que resulta sorprendente encontrar, en el interior de
discurso tan fuertemente antipositivista, una aseveración
como la de que “el objeto está allá para ser
investigado” y, en segundo lugar, que planteamientos como
el anterior se mueven dentro de una cierta confusión
conceptual. En cuanto a lo primero, una aseveración como la
mencionada sugiere que el objeto de estudio es enfocado como algo
ya dado, como algo que basta perseguir para ser atrapado;
interpretación que viene abonada por la frecuencia con que
los componentes de GRUPALFA y “afines”, empleando una
expresión de De Certeau, hablan de las operaciones de
caza para referirse a lo que otros (entre ellos, los que
trabajan dentro de la perspectiva de “construcción del
objeto”) denominarían operaciones de
producción/construcción de datos. Por lo que atañe
a lo segundo, en la perspectiva de “construcción del
objeto”, a éste –efectivamente- no se le
reconoce como sujeto, pero es que tampoco se le podría
reconocer como tal: el concepto de objeto de estudio no se
refiere a las personas, individuos, grupos o colectividades con
las que se investiga, sino a los fenómenos investigados (en
este caso, socioeducativos –el fracaso escolar, v.g.-) en
tanto en cuanto son interpelados desde una perspectiva
teórica determinada, de forma que el objeto de estudio se
constituye a partir de las preguntas, las herramientas
metodológicas y los procedimientos de los que se va
proveyendo el investigador, entre los cuales están, sin
duda, las relaciones/diálogos que entabla con los sujetos
investigados. Por otra parte, no queda claro (tanto en este
capítulo de Garcia, como en los que le siguen, donde otros
autores vuelven al tema) en qué consiste exactamente
“reconocer (algo o a alguien) como sujeto”, ya sea
durante el proceso de investigación/intervención ya sea
en el proceso de escritura. Desde mi punto de vista, ésta es
una cuestión lo suficientemente compleja como para no poder
quedar solventada con la sola afirmación de que la
investigación se desarrolla “en diálogo con los
sujetos”. Finalmente, la autora rechaza “el lenguaje
científico duro”, argumentado que el lenguaje
hegemónico en la Academia es machista, mientras que la
literatura y la poesía, y aun las artes en general,
permiten -entre otras cosas- una “escritura más
agradable a la lectura” y, sin duda, se acomodan mejor a la
“fuerte preocupación estética” (p. 13) que
–según expresa- tienen los participantes en los
seminarios a la hora de escribir sus textos.
Los tres siguientes capítulos se centran en resultados de
investigaciones y/o intervenciones educativas concretas llevadas
a cabo por sus respectivas autoras (Carmen Sanches Sampaio, Maria
Tereza Goudard Tavares y Christiane Reis Dias Villela Assano), a
los que siguen otros dos (los de Aldo Victorio Filho y Marisol
Barenco de Mello) que se orientan, ante todo, a comentar los
anteriores. Así, el de Carmen Sanches Sampaio, titulado
“Compreender o compreender das crianças em seus
processos alfabetizadores”, se ocupa de dos situaciones
acontecidas en el periodo 2000-2001 cuando estudiaba a un grupo
de alumnos de la clase de alfabetización de un centro
escolar público donde ella había trabajado primero como
docente, después abandona para dedicarse a la universidad y
al que posteriormente vuelve en calidad de investigadora.
Interesada –según dice- en todo este tiempo por
“comprender..los modos en que los niños, sujetos
aprendices, viven y comprenden el complejo aprendizaje de la
lectura y la escritura”, se decanta por presentar las dos
situaciones mencionadas por cuanto, en su opinión,
posibilitan cuestionar maneras ya conocidas de investigar, en la
medida en que revelarían “el proceso de
construcción de una mirada investigadora que permite ver por
detrás de las apariencias inmediatas” (p. 18). La
primera de esas situaciones (que intitula “Folhinha
secreta! O que é isso?”) versa sobre las
hipótesis que va elaborando en torno a las prácticas
pedagógicas y, sobre todo, evaluativas que desarrolla una
profesora, Penha. En una reunión bimestral, tanto las
profesoras del centro como la misma investigadora estuvieron
discutiendo sobre la necesidad de romper con una concepción
de evaluación que se limita a valorar los resultados
inmediatamente observables en ejercicios, tests o pruebas,
decidiendo colectivamente acabar con la prueba única con la
que evaluaban a los alumnos de un mismo nivel. El hecho de que
Penha defendiera la abolición de esta prueba llevó a la
investigadora a pensar que había roto con una práctica
evaluadora “clasificatoria y selectiva”. Es más,
Carmen Sanches sostiene que basándose en lo que denomina
“lo visible” (lo que le decía la profesora, lo
que ésta defendía en contextos de discusión y lo
que ella misma observaba directamente en el aula), fue llegando a
conclusiones que confirmaban su hipótesis inicial: que Penha
trabajaba con el concepto vigostkyano de zona de desarrollo
próximo, entendida ésta como el espacio que queda entre
el nivel de desarrollo real (determinado a través de la
solución autónoma de problemas por parte de los
alumnos) y el nivel de desarrollo potencial (determinado a
través de la solución de problemas con la ayuda de un
adulto o de compañeros más capaces). Ahora bien, en
conversaciones con los alumnos, éstos le mencionan la
“folhinha secreta” (literalmente: hojita secreta),
que definen como una actividad que cada uno tiene que realizar
sólo, sin colaboración. La investigadora nunca pudo
observar la realización de una “folhinha
secreta” y la profesora que –según se sospecha-
no la menciona en sus conversaciones informales, parece restarle
importancia durante una entrevista (p. 22), al afirmar que no
conlleva calificación y que constituye un
“artificio” que ideó para que los alumnos
hicieran una cosa diferente. Carmen Sanches, sin embargo, no se
conforma con este estado de “lo visible”, y procede a
reformular su hipótesis: la profesora, en realidad, mantiene
en el aula una alternancia entre el desarrollo potencial de los
niños y el desarrollo consolidado. ¿Cómo encajar,
entonces, esta hipótesis con aquellas
“apariencias”?. Pues, con nuevas
hipótesis/conjeturas que las contrarresten: si no
presenció la realización de la actividad fue porque la
profesora, probablemente, no quiso revelársela presuponiendo
que la investigadora no la aprobaría, del mismo modo que
podría haberle dicho únicamente aquello que a la
investigadora le gustaría oír. El caso es que no
llegamos a saber en qué se basan una y otras
hipótesis/conjeturas, ni por qué hay que primar, como
apoyo de las mismas, lo “no visible” (¿lo no
constatado?, ¿lo que los sujetos investigados ocultan al
investigador?) sobre “lo visible” (¿lo
constatado?), ni si el hecho, por ejemplo, de que no llegara a
presenciar la realización de la “folhinha
secreta” se debió a que la profesora se lo ocultara, a
que la investigadora no llegara a estar suficiente tiempo en el
aula para tener la oportunidad de observarla, o a que realmente
no se llevara a cabo, aunque esto último fuera tan sólo
como consecuencia de que la investigadora hubiera conseguido
convencer a Penha de que tenía que romper definitivamente
con su concepción/práctica previa de evaluación,
es decir, como consecuencia de la eficacia en la
transformación de la realidad que, en esta ocasión,
habría tenido el tipo de combinación
“prácticateoríapráctica” defendido por
GRUPALFA. Esta última posibilidad no es contemplada por
Carmen Sanches, tal vez porque termina dudando de sus principios
teóricos de partida, es decir, vislumbrando que esas
prácticas a través de las cuales se revelan los
conocimientos construidos, esas “folhinhas secretas”,
no sólo gustan a los niños, sino que cabe que sirvan
para algo más que para clasificarlos, controlarlos y
seleccionarlos. Reconoce, eso sí, que las profesoras con las
que trabajó experimentaron rupturas y retrocesos (p.24)
durante el tiempo que duraron las discusiones sobre la
práctica evaluativa, pero no especifica cuáles
sufrió Pehna, así como tampoco relaciona esos
“cambios y continuidades” con las hipótesis que
menciona en el texto.
El segundo caso que expone es el de Rafael, un
niño que –tal como concluirá la autora-
escribía “en curva” (“A escrita do Rafael
–em curva!”), una hipótesis que le sirve
para alegar en contra de la idea según la cual los
niños aprenden a leer y a escribir al mismo ritmo, en contra
de una imagen simplificadora sobre el aprender “defendida
por la escuela” que lleva a que el alumno que no responde a
esa expectativa acabe “siendo evaluado como estando en una
situación irregular, que se ‘desvió’ del
camino principal” (p. 26). Partiendo de la afirmación
de que las profesoras (entre las que se incluye) también
vinculan el tiempo del aprendizaje con el tiempo
“homogeneizador” de la escuela, por lo que no saben
qué hacer con los niños que no aprenden en ese tiempo,
abocándolos así al fracaso escolar, se pregunta sobre
cómo se podría actuar de manera distinta. ¿Y
cómo hacerlo?: aprendiendo “a ver más allá
de las apariencias inmediatas, que son muchas veces ofuscantes y
engañosas, y tomar ese fracaso por el reverso, desarrollando
una mirada que traduzca una comprensión más atenta a
los diferentes modos de aprender de los niños y,
principalmente, observando más de cerca a los que son
considerados, por la escuela/profesora, como aquéllos que,
en la fase inicial de la escritura, ‘no
acompañan’ al grupo” (p. 27). Y éste es el
camino que va a seguir la autora con Rafael, cuya forma
idiosincrásica de escribir le había llevado a ella
misma, en un primer momento de su investigación, a
considerar que éste no “copiaba de la pizarra lo
sugerido por sus profesoras” (p. 28). Preconceptos como
éste, basados en una determinada idea de lo que es la
escritura, empieza a cuestionárselos gracias a la ayuda que
le presta uno de sus profesores de doctorado, elaborando a partir
de entonces nuevas interpretaciones: los trazos gráficos no
convencionales (no lineales), de Rafael no constituyen un no
saber, un retraso, sino “una escritura en curva”, que
puede deberse o bien a que el niño realiza, al escribir, un
movimiento cercano al lenguaje que más conoce, el del
dibujo, o bien a que está “reviviendo una forma
arcaica de escritura circular, inclusive propia de algunas tribus
africanas” (p. 30). La primera interpretación puede
apoyarla tanto en datos que ya conocía sobre el niño
(que él y su hermano dibujan muchas veces juntos, que le
gusta dibujar..) como en el análisis de sus creaciones
escritas/pictóricas en la escuela; creaciones que describe y
presenta con detalle, lo que –en mi opinión- es un
mérito del texto de Sanches, pues permite apreciar cómo
va contrastando la teoría emergente con el material
empírico, y que –además- analiza tanto en su
vertiente de obras acabadas como, en el caso de algunas de ellas,
en su mismo proceso de creación. La segunda, en cambio, se
basa en una sola evidencia (¿no es ésta
“inmediata”?): que el niño es negro, por lo que
sus antepasados (¿quizá del siglo XVI o XVII?)
provienen de África (¿tal vez de alguna de esas
“tribus africanas” que tienen/tenían “una
forma arcaica de escritura circular”?, ¿averiguó
la investigadora a qué “tribu” pertenecían
los antepasados de Rafael?), y en el presupuesto, tomado de la
teoría psicogenética de Emilia Ferreiro y de Alexander
Luria, de que “la evolución de la historia de la
escritura en la humanidad está presente en el desarrollo de
la escritura de los niños” (p. 30). Dicha
interpretación y los fundamentos que la sostienen se
prestan, al menos, a dos tipos de críticas. En primer lugar,
supone identificar a los pueblos africanos con “estadios
primitivos” o “arcaicos” de la humanidad,
enfocarlos como si sus culturas, de las cuales forma parte la
escritura, no hubieran experimentado cambios desde los albores de
la historia humana. Ello ha sido, sin duda, ampliamente
cuestionado en las ciencias sociales/humanas, pero lo que quiero
destacar es que revela una concepción no ya sólo
“lineal”, sino unilineal (en la acepción que
este término recibe en Antropologia Social), de la
evolución cultural de las diferentes sociedades, con el
corolario añadido de que la autora, al mantener tal
interpretación, está rescatando a Rafael (y a
niños como él) de la etiqueta de “retraso
escolar” a costa de aplicarle tácitamente la de
“retraso cultural” a las sociedades de las que
provienen sus antepasados. En segundo lugar, dicha
interpretación apunta al uso de un concepto de cultura no
sólo estático, sino esencialista, que arrastra tras de
sí, incluso, implicaciones biologicistas o
cuasi-biologicistas. Me explico. En las páginas 30-31,
Sanches asegura lo siguiente: “Si Rafael [..] fuera
africano y formara parte de determinadas tribus, escribiría
en curva y no linealmente, como es esperado que escriba./
Rafael es un niño negro. ¿No podría, en ese
proceso, estar sumergiéndose en su propia cultura de origen
–la africana?”. Afirmaciones/interrogantes como
éstos sugieren al lector, a su vez, preguntas como las
siguientes: ¿sus padres, abuelos, familiares, amigos, etc.
escriben también en curva y, por tanto, él ha sido
socializado en esa clase de escritura?, ¿o, por el
contrario, en su entorno familiar se escribe linealmente o
simplemente no se escribe?. Y, en este último supuesto,
¿cómo puede Rafael escribir “en curva”
debido a su cultura de origen?: ¿lleva esa
información/destreza en los genes o tal vez en alguna
especie de estructura inconsciente colectiva, en la que pudiera
sumergirse?. Además: ¿por qué la cultura de origen
de Rafael es la africana y no, por ejemplo, la
afrobrasileña, si es que tenemos que poner a la cultura
nombres de lugares geográficos?, ¿los
afrobrasileños han mantenido, en el caso de que procedieran
de algunas de esas “tribus africanas”, el modo de
escribir que tenían sus antepasados en África?.. En
suma, la cuestión está –entre otras cosas- en
qué se entiende por cultura de origen o, simplemente, por
cultura y qué relaciones teóricas se establecen entre
ésta y las prácticas de los sujetos; una cuestión
que, si no se maneja adecuadamente, puede llevar a que -de manera
implícita- se esté tratando la cultura como si fuera
“naturaleza”, a atribuirle a aquélla las
propiedades que, al menos en el siglo XIX y principios del XX, se
le atribuían a ésta.
En contra de lo que mis comentarios críticos pudieran
sugerir, considero que el texto de Carmen Sanches es uno de los
incluidos en el libro reseñado que más puede aportar a
un lector que está interesado en cuestiones
metodológicas y epistemológicas de la
investigación social, que por esta razón se anima a
leer una obra que lleva por título “Método:
pesquisa com o cotidiano”, que piensa que el método
–efectivamente- no es un a priori, sino aquel que se va
desarrollando durante el proceso de investigación y que, por
otro, está convencido de que, dado lo anterior, la
reflexión sobre el método no tiene sentido si no se
refiere a las operaciones teórico-metodológicas
concretas que tienen lugar durante el proceso de
investigación. Y Sanches tiene el acierto de ir describiendo
el “flujo” dialéctico (y, por supuesto, no
lineal) de preguntas, operaciones
teórico-metodológicas, respuestas provisionales y actos
de vigilancia epistemológica que va llevando a cabo para
desentrañar problemas específicos. De este modo, se
puede conocer las estrategias metodológicas que ha ido
desarrollando y, además, en su devenir; algo que no permite,
en cambio, el siguiente capítulo del libro, titulado
“Uma escola: texto e contexto” y debido a la pluma de
Maria Tereza Goudard Tavares. Esta autora nos presenta unas
reflexiones epistemológicas y
teórico-metodológicas que se ubican sobre todo en el
plano de los deseos y/o de lo que es exigible: de lo que
quería, pretendía y consideraba necesario hacer en su
estudio sobre la arquitectura y los espacios de una escuela de
Sao Gonçalo. Así, en la primera parte del texto,
asegura que, en el momento de la entrada al campo, buscaba asumir
una actitud de “vigilancia permanente” que pudiera
retroalimentarse con la observación participante (u
operaciones de caza), y que entiende no como
“control”, sino como “apertura a la
investigación” sustentada por un “rigor
flexible”. Esperaba también envolver a las profesoras
del centro en un proceso de “extrañamiento sobre la
realidad no documentada de la escuela, del barrio, de la
ciudad” (pp. 44). Deseaba construir una “escucha
sensible” de los movimientos de la escuela,
“conectándose con sus protagonistas en otras
dimensiones que no fueran solamente las racionales”.
Deseaba también, entre otras cosas, percibir la escuela
más allá “de lo evidente, de lo aparente”,
hacer “una lectura compleja” de la misma; lectura
que, para ella, es fruto de un largo proceso de preparación,
de una convivencia íntima, profunda, “con nuestro
objeto-sujeto de investigación” (pp. 45-46). Y nos
dice, asimismo, que la “vigilancia permanente” le
exigía “una problematización constante de sus
concepciones de producción del conocimiento sobre las
operaciones de caza demandadas por el objeto-sujeto de
investigación”. Quería “ver y ser vista,
oír y ser oída, comprender y ser comprendida”,
puesto que el “desafío de la investigación
cómplice era nutrido por la posibilidad de
modificación de la investigadora y por la perspectiva de
enriquecimiento recíproco” (p. 47). Sin duda,
son deseos que compartiría cualquier etnógrafo/
investigador comprometido. Ahora bien, ¿durante la
investigación de la escuela de Sao Gonçalo, pasaron a
ser algo más que puro deseo?: ¿cómo y con respecto
a qué puso en acto “la vigilancia permanente”?;
¿en qué acciones concretas se plasmó el
“rigor flexible” en que quería sustentar dicha
vigilancia?; ¿cómo intentó involucrar a las
profesoras, si es que lo hizo, en el
“extrañamiento” del que habla?, ¿tuvo
éxito en el intento?; ¿qué concepciones suyas
sobre la producción del conocimiento
“problematizó”?; ¿cómo enriqueció
a las profesoras y cómo éstas la enriquecieron a ella?,
etc, etc. Son preguntas a las que el texto de Maria Tereza
Goudard Tavares no permite responder, por lo cual no se puede
saber, por ejemplo, de qué forma el proceso de
investigación llevado a cabo ha podido incidir en la
representación que luego nos ofrecerá sobre los
espacios y la arquitectura de la escuela, o qué
transformaciones se produjeron mútuamente investigadora e
investigadas. Y si es así, ¿de qué sirve hablar
acerca de todo ello?. De hecho, esta manera de presentar las
reflexiones teóricas, metodológicas y
epistemológicas (que se repetirá en otros
capítulos del libro), esto es, desligadas de las operaciones
concretas que tienen lugar durante los procesos de
investigación y/o intervención propios o ajenos, abona
la sospecha de que aquellas no se alimentan (o no se alimentan
también) de un dialógo con esos procesos.
Evidentemente, lo anterior únicamente es una impresión
que se deriva de una determinada forma de escribir; sin embargo,
la escritura -desde mi perspectiva- no sólo tiene que tratar
de restituir “su complejidad” a los fenómenos
que se investigan (tal como GRUPALFA defiende que hay que hacer),
sino asimismo a los procesos de investigación/
intervención, más en una obra donde -según se
desprende del título- se va a tratar sobre el
método.
Sin ocuparse más de esas cuestiones planteadas en el
terreno de lo deseable/exigible, la autora pasa a presentar el
problema de la escasez de espacios que sufre la escuela que
investiga, sobre todo a partir del momento en que la
Secretaría Municipal de Educación le impone un aumento
del número de alumnos y de turnos. Decide estudiar la
arquitectura y los espacios escolares, entendiendo éstos
como “construcción cultural que expresa, más
allá de su materialidad, determinados discursos” y,
tal como mantienen Viñao Frago y Escolano, como
“elemento(s) culturale(s) y pedagógico(s) del
curriculum escolar” (p. 49). Basándose en estas ideas,
emprende luego –de la mano de Lima, Ribeiro y Foucault- una
lectura de esos discursos: la precariedad de la arquitectura de
las escuelas es el precio pagado por las clases populares por el
acceso al conocimiento sistematizado; la conquista de este acceso
supone la desaparición de la preocupación por la
belleza, por la estética de los espacios escolares, la
desaparición de las bibliotecas, de los auditorios, de los
laboratorios, de las áreas de recreo.., esto es, de todo lo
que caracterizaba a “los templos del saber”, propios
de los tiempos en que la escuela estaba orientada exclusivamente
a la educación de las élites. De ese modo, el espacio
escolar es “feo, pobre, cortado por el mismo patrón,
precario, mínimo, opresivo..”, respondiendo cada vez
más a las funciones de “depósito, guarda y
control” de los niños. Un poco más adelante,
Maria Tereza Goudard Tavares describe brevemente los espacios de
la escuela que estudia (la escuela Nicanor), y lo hace
identificando los usos de que son objeto así como algunas de
sus características, para pasar a centrarse en uno de ellos:
el “corredor”, una especie de pasillo que atraviesa
toda la escuela y permite la comunicación entre los
demás. El “corredor”, por ser un espacio
multifuncional (en él se desarrolla el recreo, tienen lugar
algunas reuniones de la escuela o, v.g., a veces son recibidos
los padres por parte de la orientadora) y “por los diversos
flujos de comunicación que en él acontecen, parece un
lugar estratégico e incluso especial” (p. 53). La
autora lo va a categorizar –siguiendo a Magnani- como
“pedaço”, como un espacio propio de los
“colegas”, puesto que –siendo intermediario
entre la casa y la calle- en él no se precisa “ninguna
interpretación: todos saben quiénes son, de dónde
vienen, qué les gusta y qué se puede o no se puede
hacer” (p. 54), y considera que en dicho lugar,
particularmente, los alumnos desarrollan un tipo especial de
sociabilidad y de apropiación del espacio escolar, que se
revela en modos de uso y de prácticas corporales y
espaciales. De hecho, añade, es el espacio más
intensamente vivido y donde menos vigor tienen las normas
escolares. Las páginas que dedica al análisis de los
espacios de la escuela Nicanor y, sobre todo, del
“corredor” son, en mi opinión, las más
interesantes del texto de Maria Tereza Goudard Tavares. Para
sostener su idea de que el espacio escolar es también
educativo y, por tanto, tiene impactos objetivos y subjetivos
sobre sus usuarios, hubiera sido más adecuado (y, desde
luego, más convincente) destacar los impactos que tiene
sobre los alumnos y/o profesores de la escuela sobre la que ha
girado el análisis, en lugar de acudir para ello
exclusivamente a un cita de Agustin Escolano, pero –con
todo- en esas páginas propone categorías y conceptos
para analizar el “corredor” que le posibilitan poner
de manifiesto aspectos relevantes del mismo, unos aspectos
cercanos a los que exhiben los espacios liminares de los que
habla, p.e., Victor Turner, pero que seguramente presentan rasgos
distintivos por ubicarse precisamente en la escuela.
Por su parte, Christiane Reis Dias Villela Assano, en el
tercer capítulo (“Caçadores de sons”),
habla de la escuela –al modo en que, v.g., Stephen Tyler lo
hace con respecto a Occidente- como de un ente adormecedor de
sentidos como el gusto y el olfato, en favor del sentido de la
vista. En reacción a ello, se embarca junto a otros (entre
ellos, alumnos del Centro de Educaçao Tecnológica e
Professionalizante de Barreto) en la creación de una
“Oficina de Música” que tiene como
propósito facilitar la escucha minuciosa de “las
sonoridades que componen el mundo”, lo que llama una
“escucha nómada” que pueda “fluir,
dislocarse, crear, componer, en fin, pasear por el espacio sonoro
sin trayectos fijos” (p. 64). Según asegura, iniciaron
la “investigación sonora” (p. 64) con sus
propios cuerpos, con pelotas de baloncesto, escaleras... y con
objetos que, en principio, no sirven para nada en la escuela:
sillas desechadas, maderas viejas, vidrios, etc.; esto es,
“a partir de la escucha atenta y de la caza de fuentes
sonoras en las basuras de la escuela, de sus casas o de las
calles” (p. 66), los alumnos elaboraron lo que algunos
educadores musicales denominan “cotidiófonos”,
cosas cotidianas que producen sonido. Así, a partir de
materiales aparentemente no musicales, hacían música.
Organizaron una exposición en la escuela para mostrar los
instrumentos, creando también algunos ostinatos que más
tarde fueron escritos, sin emplear la escritura musical
convencional, para facilitar que otros alumnos pudieran conocer
las posibilidades de los “cotidiófonos”.
Christiane Reis Dias Villela Assano también nos detalla los
instrumentos concretos que elaboraron algunos de los alumnos
así como las formas que utilizaron para escribir los
ostinatos. La experiencia que nos relata es, sin duda, bella
(incluso lo es el estilo literario y el poema que se inserta en
el texto), y no hay por qué dudar de que haya tenido los
impactos educativos que ella indica: ciertos alumnos entendieron
mejor para qué sirve “la construcción de una
partitura convencional y las diferencias de altura entre las
notas” (p.73), y todos ellos aprendieron a valorar
“las cosas ordinarias”, abandonando igualmente
“algunos preconceptos sobre la relación
música-ruido-silencio” (p. 66). Ahora bien, el texto
no constituye una reflexión sobre el proceso de
investigación que, según afirma la autora, fue previo a
la confección de los “cotidiófonos”, como
tampoco sobre el que entrañó la elaboración, uso
y/o exposición en la escuela de dichos instrumentos: nos
econtramos, en realidad, con una exposición lineal, donde se
destacan sólo los logros, y en la que, por tanto, falta
rescatar los avances-retrocesos, aciertos-errores,
negociaciones-conflictos, etc. que (tal como proclama GRUPALFA)
caracterizan a cualquier “flujo”, a cualquier proceso
que se quiera abordar como tal. Se dice qué se ha
investigado (“las fuentes sonoras de materiales
cotidianos”), qué instrumento musicales elaboraron los
alumnos y con qué materiales, qué hicieron con ellos
(exponerlos, confeccionar los ostinatos y escribirlos), así
como cuáles han sido sus impactos educativos, pero
¿constituye ello una reflexión acerca del método
y/o acerca de la “investigación con lo
cotidiano”?.
Aldo Victorio Filho, autor del siguiente capítulo del
libro (“Alguns caminhos para uma vida bonita”), es
uno de los que desempeñó la labor de
“relator” en los seminarios de GRUPALFA. Tras
confesar la inseguridad que sentía de cara a realizar esta
tarea (“de no dar cuenta de lo que se esperaba de
mí”) y tras conjurar esa inseguridad utilizando
–esta vez, a modo de remedio psicoterapéutico- el
ideario epistemológico posmoderno (la crítica a la
“razón única y soberana”, a las
“certezas” que son cuestionadas por el
“dislocamiento radical” del mundo, etc.), caracteriza
los tres trabajos anteriores por el hecho de que parecen
“sustituir el lugar seguro de las lógicas
tradicionales, hoy irremediablemente anacrónicas, por
dramáticos desafíos teóricos y
metodológicos” (p. 76). Otro elemento que, según
él, tienen en común, aparte de “la coincidencia
metodológica”, es “la fuerte connotación y
sentido estéticos que los enredan”, lo que los
acercaría a su propia investigación, a través de
la cual –continúa diciendo- pretende defender la
importancia de la experiencia estética en las prácticas
educativas. Así, el estudio de Carmen Sanches sobre el
niño que escribía “en curva” estaría
cargado de “sentidos estéticos”, en lo que se
refiere tanto a la manera en que ella aborda su
“objeto-sujeto” como a las propias creaciones
pictórico-literarias del niño. Según Aldo Victorio
Filho, que sigue a Bonaventura en la idea de que la racionalidad
estética expresiva está “impregnada de escuchas
sensibles a otras racionalidades que no son la
hegemónica”, Carmen Sanches –con su sentido
estético- estaría alertando “acerca del drama del
punto de vista único” (p. 78). Christiane Assano, por
su parte, hablaría “de la liberación de la
producción estética de los lugares propios instituidos
por el discurso de la cultura dominante” (p. 79): la
caza de sonidos propuesta por ella entrañaría
una “conquista de la autoría” y una
“desmitificación de la escritura musical
erudita”, por lo que constituiría uno de los
“caminos transformadores del mundo.. que se hacen en las
mínimas transformaciones de lo cotidiano”. Y, por
último, el trabajo de Maria Tereza Goudard consigue evocarle
“la bidimensionalidad de tantas pinturas, dibujos o
grabados que, a despecho de la imperiosa materialidad, sirve de
soporte para las representaciones simbólicas que contienen
mundos de planos e infinitos campos de accion
imagética”, porque profesores y alumnos “surgen
como autores y disfrutadores de esos espacios fugaces que hacen
la escuela” (p. 80). En suma, los tres trabajos relatados
le sirven para convencerse “una vez más, de que la
experiencia y fruición estética es más que una
necesidad: es una exigencia de la condición humana”
(p. 81). Huelga decir que, dado cómo trata el tema (la
estética como “exigencia de la condición
humana”), se hubiera ratificado en ese planteamiento
cualesquiera que hubieran sido los trabajos comentados.
La otra relatora, Marisol Barenco de Mello, en el
capítulo que sigue al de Filho (“Espaçostempos
da/na escola: o cotidiano e o transbordamento do
racional”), vuelve a presentar los trabajos de Sanches,
Assano y Goudard como rescatadores de otras racionalidades, de
las lógicas múltiples, con lo que estarían
oponiéndose al “Imperio de lo Uno”, al
“totalitarismo de los grandes.. sistemas
explicativos” (p.83). Sin embargo, lo va a hacer desde otra
perspectiva, es decir, en lugar de vincular dicho rescate con
alguna suerte de “sentido estético”, asegura que
dichas autoras ponen en relación la multiplicidad de
lógicas con los contextos en que éstas pueden ser
comprendidas. Adhiriéndose al pensamiento de Henri Atlan,
considera que “no basta con constatar la diversidad de
racionalidades; es preciso distinguirlas, configurarlas,
situarlas y reflexionar sobre las posibilidades de diálogo
entre ellas” (p. 85) y, siguiendo esta vez a Marie Douglas,
estima que lo irracional pudiera no ser otra cosa que “una
razón en un contexto inadecuado” (p. 86). A partir de
los planteamientos tanto de los autores recién mencionados
como de otros, tales como Goodnow y Warton o Butterworth, Marisol
Barenco de Mello desarrolla un interesante y sugerente
análisis sobre las relaciones teóricas que pueden
establecerse entre conceptos como cultura, contextos
específicos, esquemas pragmáticos de acción (/de
raciocinio) y prácticas sociales. Unas relaciones
teóricas que, a riesgo de simplificar en exceso, cabe
resumir así: la cultura incide en la ocurrencia de contextos
específicos (entendidos como modalidades culturalmente
constreñidas de prácticas sociales determinadas) que
posibilitan esquemas pragmáticos de acción/raciocinio
y, teniendo en cuenta que los contextos alimentan diferentes
esquemas pragmáticos (los cuales pueden ser abstraídos
de las experiencias sociales cotidianas), así como que
distintos contextos coexisten en un mismo sujeto, se plantea
“la cuestión de la adecuación de los
esquemas apropiados para cada contexto” (p. 86). Puesto que
los actos humanos son siempre generados a partir de criterios
sociohistóricamente contextualizados, hay que “buscar
comprender las condiciones de posibilidad de aparición de
esos criterios” (p. 87); propuesta esta última
–tomada de Atlan- que cualquier científico social que
se adhiera al denominado relativismo metodológico
compartiría sin ningún empacho; lo que tal vez no
ocurriría con el corolario que añade la autora
(“debemos tomar en cuenta también la necesidad de
reconocimiento de la validez” de esos criterios) que,
según lo que se comprenda por “validez”, puede
derivar hacia un relativismo epistemológico extremo, alejado
del “relativismo prudente” que parece defender Atlan
(p. 85). En cualquier caso, el esquema que va exponiendo, -tal
como he insinuado más arriba- además de ser sugerente y
sistemático, entraña conceptos y relaciones
teóricas entre ellos que, de ser usados en investigaciones
empíricas concretas, prometen –en principio- grandes
posibilidades heurísticas. No estoy convencida, en cambio,
de que las tres investigadoras cuyos trabajos relata Barenco de
Mello persigan lo que ella les atribuye. Sin duda, Carmen Sanches
“busca confrontar” otros tiempos, otros ritmos de
aprendizaje de la escritura, a la temporalidad única de la
escuela (p. 88); Christiane Assano, por su lado,
confrontaría el “paisaje sonoro” de la sociedad
de la industria (o de la música erudita) con otros
“paisajes sonoros” que ella misma, junto con sus
alumnos, contribuye a crear; del mismo modo que se puede
considerar que Maria Tereza Goudard confronta el espacio escolar
hegemónico a los espacios escolares realmente practicados,
vividos. Sin embargo, se necesita algo más que la
confrontación de diferentes racionalidades para
“comprender las condiciones de posibilidad de
aparición de los criterios socioculturales” que las
generan. Se necesita -entre otras cosas- manejar, en la
práctica de la investigación/intervención, un
marco teórico dentro del cual ocupe un lugar el concepto de
“condiciones de posibilidad”, de manera que
éste, en sus relaciones con otros conceptos, convierta en
relevante la búsqueda de tales condiciones para comprender
los actos humanos. Un marco teórico cuyo uso resulta
difícil de reconocer en los textos de Sanches, Assano y
Goudard, al menos en los incluidos en este libro, a despecho de
la lectura que Barenco de Mello quiere hacer (y hace) de
ellos.
Los tres siguientes capítulos versan sobre diversas
experiencias de investigación/intervención
socioeducativa en las cuales las autoras (Carmen Lúcia Vidal
Pérez, Joanir Gomes de Azevedo y Regina de Fátima de
Jesus) piden a las/os profesoras/es con las/os que
investigan/intervienen que narren sobre ciertos acontecimientos
de sus vidas. En el primero de ellos (“Cotidiano:
história/s, memória e narrativa. Uma experiência
de formaçao continuada de professoras
alfabetizadoras”), Carmen Lúcia Vidal Pérez habla
acerca de un curso de formación que ella misma dirigió
a un grupo de veinticinco profesoras alfabetizadoras de una
ciudad brasileña del interior de Goiás; un curso de 15
días durante el cual éstas tenían que contar,
primero oralmente y luego por escrito, la historia de cómo
se convirtieron en profesoras. La estructura expositiva que sigue
la autora consiste básicamente en presentar fragmentos de
las historias de ocho de esas profesoras, intercalados con
comentarios a vuelapluma sobre lo que, para ella, es la narrativa
oral y escrita sobre la propia vida, así como con apuntes
breves de las actividades llevadas a cabo en el curso, que
permiten deducir que la secuencia de éste fue algo así
como: narración oral de las historias personales de las
participantes, puesta por escrito de esas historias,
análisis colectivo (en pequeños grupos) de las mismas y
re-escritura de los textos originales. La narrativa
–asegura- “es un acto de conocimiento”,
“trasluce formas (visibles e invisibles) de representar el
mundo y compartir la realidad social, al mismo tiempo que
engendra sueños, deseos y utopías”,
“engendra nuevas posibilidades de vida” (p. 103),
“rompe la linealidad espaciotemporal.. entrelazando pasado,
presente y futuro en el ahora” (p.105), produce
“nuevos sentidos”, una reinvención de la vida
(p.112); el compartir historias personales –continúa
afirmando- supondría que “las profesoras pasan a
narrarse a sí mismas en un movimiento de abrirse al
otro” (109); de igual modo que el escribir esas historias
entrañaría para ellas “descubrirse autora(s) de
su trama de vida” (p. 111), el análisis colectivo de
las narrativas escritas las socializaría “como
compañeras” y la re-escritura de los textos originales
no sólo permitiría que la(s) profesora(s) se
concienticen de su condición de co-autora(s) de su proceso
de formación personal-profesional”, sino que
podría ser considerada como “un modo de
reconstrucción/reapropiación colectiva y solidaria del
saber, en que el sentido de las experiencias vividas se vuelve
más claro para la conciencia y la relación con el saber
pasa a ser más importante que el propio saber en
sí” (p. 115). Es de imaginar que efectos como
éstos, tan enriquecedores para la formación docente,
tuvieron lugar en el caso de las 25 profesoras que participaron
en el curso, aunque no hubiera estado mal haberlos mostrado
mediante un análisis, aunque fuera mínimo, de material
empírico procedente de la experiencia, es decir, haber
mostrado qué sueños, deseos, utopías y
posibilidades de vida concretos revelaron las narraciones de esas
profesoras, qué nuevos sentidos elaboraron éstas o,
p.e., de qué saberes se reapropiaron colectiva y
solidariamente. Como tampoco hubiera estado mal que nos hubiera
expuesto a través de qué estrategias consiguió que
tales efectos se produjeran, porque mediante la narración de
historias personales, en principio y sin mayor
especificación, los actores sociales (o los sujetos) pueden
tanto descubrir que son autores de su “trama de vida”
como aminorar esa autoría, poniendo en el primer plano de
sus consciencias los condicionantes socioestructurales que la han
constreñido, producir nuevos sentidos tanto como reproducir
los viejos, o reconstruir/reapropiarse solidariamente del saber
tanto como rechazar el de otros como vanal y nimio. En
definitiva, no hubiera estado mal que nos hubiera desvelado
cómo logró (y bajo qué condiciones) que las
profesoras entraran en la dinámica de “sumar, integrar
e incluir dialógicamente la diversidad de saberes,
experiencias y vidas.. para vislumbrar complementariedades en
experiencias tan dispares, integrar contribuciones, construir
convergencias, (o) establecer conexiones” (p. 116).
“Itinerâncias da pesquisa” es el
capítulo debido a la pluma de Joanir Gomes de Acevedo, en el
que presenta algunos episodios de la investigación
socioeducativa que desarrolló para elaborar tus tesis
doctoral, es decir, que se trata de una investigación
orientada al mismo fin académico que tiene la inmensa
mayoría de las presentadas en el libro, cuyos autores y
autoras son doctorandos o recién doctorados/as. En este
caso, dado que con la investigación se buscaba
relatar “la historia vivida en una escuela”
tanto por la propia autora como por otros profesores que
participaron en un mismo proyecto educativo: el proyecto CIEP
Luiz Carlos Prestes, del Programa Especial de Educación que
se puso en marcha en Cidade De Deus; dado también que esta
historia se reconstruye a través de “la voz de sus
protagonistas” (p. 120), esto es, a través de los
relatos o narraciones de éstos; y dado, por
último, que lo que Joanir Gomes de Acevedo se propone
aquí es “el relato de lo cotidiano de una
investigación de lo cotidiano” (p. 119), nos
encontramos ante un texto donde el relato alcanza su
apoteósis: es el relato del relato del relato de lo
cotidiano. Haciendo honor al título del capítulo, los
episodios sobre los que la autora llamará la atención
son precisamente aquellos que le permiten mostrar las
“itinerancias” de su investigación, esto es, los
cambios que ésta sufrió a lo largo del tiempo con
relación a los planes iniciales. El primer cambio que
destaca es el que atañe a la restricción del
número de entrevistas que había pensado hacer: habiendo
planeado en un principio “entrevistar a muchas personas que
trabajaran en el CIEP” durante el periodo en que el que
ella estuvo allí (p. 120), decide finalmente entrevistar tan
sólo al equipo directivo de entonces y al actual. Las
razones de ello son puramente pragmáticas (“trabajando
sola, sin financiación, sería inviable realizar tantas
entrevistas, que, además, precisarían ser transcritas y
digitalizadas”), pero este giro –según asegura-
le permite redefinir el objeto de su investigación, que pasa
a ser: “narrar cómo fueron puestas las bases de un
proyecto político-pedagógico emancipador apoyado en la
reflexión y en el trabajo colectivo y cómo ese proyecto
se presenta hoy” (p. 124). Otro cambio, que afecta
también a dicho objeto, había surgido como consecuencia
de lo que acontecía en las propias entrevistas: los sujetos
contaban la historia de la escuela donde se implementó el
proyecto CIEP entrelazada con la historia de otras escuelas donde
también habían trabajado, de modo que la autora, para
comprender los “actos y pensamientos” de los
entrevistados, decidió no “desconsiderar” esas
otras historias y, para ello, realizar más entrevistas a los
mismos sujetos “a fin de complementar informaciones”
(p. 125). La tercera y última “itinerancia”
consistió en no incluir en el texto final de la tesis
“las cuestiones relativas al CIEP de hoy”, a los
miembros de cuyo equipo directivo había igualmente
entrevistado, porque –en su opinión– la
“complejidad” de las mismas las hacía
merecedoras de otra investigación. ¿Por qué
Joanir Gomes de Acebedo relata estas mudanzas acaecidas en
su investigación?. Para poner de manifiesto que aunque
partió de un proyecto, el de “narrar la historia del
CIEP por las voces de los sujetos que participaron en
ella”, no se dejó aprisionar por él (p. 133);
para ilustrar -en suma-, a través de aquellas mudanzas, que
las investigaciones de lo cotidiano no son lineales, pues la
escritura y la realidad modifican los rumbos de los planes
iniciales: “estamos delante de una metodología que va
siguiendo los elementos que van emergiendo de la práctica
y/o procurando identificar lo que a ella subyace, en un
movimiento zigzagueante, a veces interrumpido para ser retomado
más adelante, a veces simplemente interrumpido” (p.
136). Se trata, así, de mostrar un rasgo de la
investigación etnográfica y, en general, de la
investigación cualitativa que, de tan consubstancial a la
misma, no sólo ningún etnográfo o investigador
cualitativo cuestionaría (independientemente de que estudie
o haya estudiado las clases populares o las élites y, por
supuesto, independientemente de que se adhiera o no a una
“epistemología de la complejidad” como la que
sostienen los reunidos en torno a los seminarios de GRUPALFA),
sino que ha pasado a formar parte de lo obvio, de lo evidente en
la práctica y en la visión que tienen del tipo de
investigación que practican. Lo que se podría
“problematizar” es por qué, entre los
participantes en esos seminarios, el carácter no lineal de
la metodología de la investigación cualitativa es
presentado explícita y/o tácitamente como un rasgo
distintivo de “la investigación con lo
cotidiano”.
El tercer capítulo que versa sobre la narrativa es el de
Regina de Fátima de Jesus: “História Oral
–da prática da pesquisa à prática docente:
uma opçao epistemológica”. La autora, para
matizar lo que pudiera sugerir el título (“como si la
investigación hubiese sido el punto de partida para una
práctica docente que privilegia la Historia Oral”, p.
141), habla –en primer lugar- del carácter no-lineal
de la relación entre investigación y práctica
docente haciendo hincapié en el hecho de que, en su caso, su
“construcción identitaria como profesora no se disocia
de la construcción como investigadora” (p. 141) y de
que “el trabajo con la oralidad” ha marcado su
“trayectoria de vida y profesional” (p. 144), ante
todo porque considera que el trabajo con la historia oral, al
unir memoria e imaginación, tornan “las propias
raíces en posibilidades de un devenir” (p. 143). En su
tesis de maestría -continúa narrando- reafirmó su
“opción por la Historia Oral como metodología de
investigación” (p. 145), movida por lo que
percibía en las escuelas públicas cuando, en aquel
tiempo, actuaba como orientadora pedagógica: “que las
mujeres profesoras, mayoría en el magisterio, reivindicaban
el derecho a decir su palabra” (p. 145) y que eran
culpabilizadas por el discurso oficial por el fracaso de la
escuela pública. Las fuentes orales –en su
opinión- le permitirían contraponer “otras
lógicas” a la lógica única de la historia
oficial, que procede descalificando a los profesionales de la
educación, y realizó una investigación dirigida a
“comprender el proceso de construcción de la identidad
docente” (p. 146) a partir de entrevistas hechas a seis
profesoras. Sin embargo, Regina de Fátima de Jesus se ocupa
principalmente de relatar la organización de un curso de
posgrado orientado a profesoras alfabetizadoras, que se
estructuró en torno a la narración, por parte de
éstas, de sus microhistorias, y que de cara a ofrecerles la
oportunidad de que las contrastaran con la macrohistoria, se hizo
coincidir con otro en el que se trataban “las historias de
luchas colectivas por el derecho a la educación, a la
alfabetización” (p. 149). Decide centrar su
investigación de doctorado en las narrativas de las mujeres
asistentes al curso y, más concretamente, en “el
proceso de construcción de la identidad étnica de las
profesoras negras” (p. 147), toda vez que buena parte de
las asistentes eran afro-descendientes. Nada dice acerca de
cómo es dicho proceso de construcción identitaria; bien
es cierto que tampoco aclara si ha acabado o no dicha
investigación. Finalmente, tras ofrecer algunas pinceladas,
a partir de la obra de Boubacar Barry, sobre el griot o
“guardián de las tradiciones orales en las sociedades
senegambianas” (p. 154), y de señalar que recurre a la
lectura de autores africanos porque considera que el trabajo con
la historia oral reata “los lazos con nuestra
ancestralidad”, asegura –en primer lugar- que, como
el griot, ella no quiere colocar su palabra “como
la palabra, sino como una palabra, trayendo la
marca de la polifonía (Bakhtin, 1997b), en que
múltiples voces insisten en hablar, voces de [sus] pares
cotidianos” (p. 154), así como –en segundo
lugar- que “el valor de la palabra hablada en la
tradición africana apunta pistas para mejor comprender la
lógica de las clases populares, mayoritariamente compuestas
por negros y mestizos” (p. 155). Y aquí vuelve a
asaltarme, ante todo, la misma duda que ya expresé con
respecto al trabajo de Carmen Sanches: ¿en función de
qué “la tradición africana” puede
proporcionar más pistas que la brasileña,
afrobrasileña, portuguesa, amerindia o cualquier otra para
comprender la lógica de las clases populares, por muy
mayoritariamente que éstas están compuestas por negros
y mestizos?; además, ¿qué concepciones de
“tradición” o de “lógica”
maneja la autora para que pueda mantener que la
“tradición” esboza pistas para comprender
“la lógica de las clases populares”, y no
invierta la relación reconociendo asimismo que “la
lógica de las clases populares” puede esbozar pistas
para comprender “la tradición” (cómo se
construye ésta, qué papel se le otorga, cómo se
usa, en qué contextos, etc.)?.
En “Eu caçador de mim”, Carlos Eduardo
Ferraço realiza un ejercicio muy cercano al que –como
se dijo- lleva a cabo Regina Leite Garcia en esta misma obra: de
exposición del ideario que comparten los participantes en
los seminarios de GRUPALFA. Ahora bien, en este caso, adopta
más claramente la forma de una defensa explícita del
mismo, pues Ferraço responde a las críticas de que han
sido objeto “las investigaciones con los
cotidianos”, en el sentido de que tienen “un status
menor” o muestran “una cierta fragilidad
metodológica y conceptual” (p. 163). La respuesta del
autor consiste principalmente en un cuestionamiento de los
criterios que pueden servir para establecer o no la
“cientificidad” de una investigación, asegurando
lo siguiente: “lo que caracteriza una investigación
como más o menos científica, signifique esto lo que
signifique, no puede ser buscado en el ‘tipo’ de
investigación que está siendo realizada ni tampoco
apenas en el discurso teórico-metodológico usado, sino
que ciertamente precisa tener en cuenta a aquéllos y
aquéllas que se colocan como responsables de la
investigación, lo que incluye sus intereses” (p.
163-164). Un planteamiento como éste (si es que lo he
entendido bien) a mí, al menos, me deja perpleja, porque lo
que propone es que el peso de la “cientificidad” de
una investigación (signifique esto lo que signifique)
recaiga en los intereses -y otros pormenores, que no se
especifican- de los responsables de la investigación; de
modo que se me ocurre, por ejemplo, que se tendría que
aceptar como “científica” la interpretación
que proporciona Carmen Sanches de la escritura en curva de
Rafael, primero, porque el “interés”
explícito que guía su investigación parece
encomiable, segundo, porque no da a conocer otros intereses y
pormenores de sí misma (o de la institución que la
apoya) que permitan dudar de su “cientificidad” y,
tercero, porque ésta (signifique lo que signifique)
“apenas” depende de que los procedimientos
metodológicos a través de los cuales llega a esa
interpretación sean discutibles o de que utilice un concepto
esencialista y cuasi-biologizante de cultura. Es decir, un
planteamiento como el de Ferraço obliga a concluir que no
merece la pena discutir sobre el “método” y/o la
“teoría” empleados en la investigación,
habida cuenta que la aceptabilidad o no de ésta no
radicarían ni en una cosa ni en la otra; y hace
comprensible, además, que la táctica a la que recurre
para hacer frente a las críticas que han recibido “las
investigaciones con los cotidianos” (es decir, el
tipo de investigaciones que se presentan en el libro
reseñado) consista, no en una contra-argumentación
teórico-metodológica, sino en una descalificación
de los críticos, que son tildados de “guardianes de
las fronteras que separan la ciencia del sentido
común” o de “eternos mensajeros de las
‘verdades’ y de las metanarrativas”,
insinuándose así que se han movido por
“intereses” que, desde una perspectiva posmoderna,
son inmediatamente reconocidos como perversos. Y, llegados a este
punto, creo que tampoco merece la pena discutir lo que
Ferraço asegura acerca del modo a través del cual se
aspira a reconocer la autoría de los sujetos investigados en
“las investigaciones con los cotidianos”,
puesto que lo que considero discutible no son los
“intereses” (entre otros motivos, porque los ignoro)
que él pudiera tener para afirmar lo que afirma, sino una
cierta obscuridad teórico-conceptual y argumentativa que,
por ejemplo, impide entender por qué habla de “hacer
valer” la autonomía o la belleza de los
discursos de los sujetos investigados (obliterando la posibilidad
de que éstos también encierren heteronomía y
fealdad), o qué relación teórica pudiera estar
predicando entre conceptos como los de autoría,
autonomía, legitimidad, belleza y pluralidad de dichos
discursos (o de otras producciones que –en su opinión-
no podrían traducirse mediante “la escritura
convencional, lineal”, p.169), toda vez que dicha
relación no es explícitamente planteada, pero es
insinuada a partir de las yuxtaposición escritural de los
términos que los vehiculan [“trabajar con narrativas
se coloca para nosotros como una posibilidad de hacer valer las
dimensiones de autoría, autonomía, legitimidad,
belleza y pluralidad de los discursos de los sujetos
cotidianos, p. 171].
En cuanto al siguiente capítulo (“Metodologias
abertas a iterâncias, interaçoes e errâncias
cotidianas”), firmado por Edwiges Zaccur, consta de dos
epígrafes: “De muchos tiempos entrecruzando muchos
espacios de lo cotidiano” y “De otra
epistemología para las metodologías de lo
cotidiano”. En el primero de ellos, aparte de tratar de
caracterizar su concepto de iterancias, Zaccur -entendiendo que
“las metodologías [de lo cotidiano] están por
él determinadas” (p. 178), así como que ello
obliga a “interrogarse” sobre esas metodologías
“a partir de su determinante” (p. 177)- se plantea
qué es lo que “se puede comprender de esa complejidad
a la que llamamos ‘cotidiano’”. ¿Cómo
intenta comprenderlo?. Acudiendo a los significados/sentidos del
vocablo y, acto seguido, interpretando esos
significados/sentidos, que -en lo que se refiere al menos a los
que propone en la p. 178- no son otros que los que cabe encontrar
en un diccionario de la lengua portuguesa; ahora bien, la autora
no se limita a consignarlos, sino que –como he indicado-
pasa a interpretarlos: en “sentido propio, [lo cotidiano]
significa ‘cada día’”, pero también
“abierto a encuentros y desencuentros, a lo previsible e
impresible, a lo repetible y a lo irrepetible” (y no veo
razón para que la enumeración de pares dicotómicos
no se prolongue hasta el infinito); “en sentido figurado..
significa ‘lo que es común, habitual,
familiar’”, “lo repetido” (p. 178). En
suma, habida cuenta que –como dice- parece “imposible
abarcar lo cotidiano en una definición” (p. 178) y que
“más que de decir lo que es, se trata de decir lo que
algo significa y para quién tal significación gana
fuerza” (p. 186), la comprensión de lo que pueda ser
‘lo cotidiano’ se alcanza a través de los
significados/sentidos atribuidos por los lingüísticas
al vocablo, y tal vez su complejidad no consista en otra cosa que
en la “caoticidad”, “errancias” y
“desvíos” (p. 187) que Edwiges Zaccur es capaz
de otorgarle al ligarlo a pares de contrarios unidos
sintagmáticamente por una conjunción copulativa o,
cuando no, por la vitualidad de que uno de los términos del
par contenga al otro (“¿no habría en ese repetir
un mínimo de diferencia?”, p. 178). Ahora bien, si
“lo cotidiano” o “la complejidad de lo
cotidiano” no es, sino que significa, lo único que
puede “determinar” las metodologías de lo
cotidiano son los significados, y la pregunta que surge es:
¿cómo unos significados (y de quiénes) pueden
“determinar” unas metodologías de
investigación?.
Se aprecia igualmente una tendencia de la autora a dotar de
agencialidad no tanto a los sujetos investigados como a entidades
lingüístico-metafísicas. Con esto no quiero decir
que Zaccur piense a los sujetos investigados (o sus
prácticas) con conceptos teórico-abstractos mediante
los cuales intente comprenderlos(/las), sino que dichas entidades
en sí mismas se erigen en el objeto de su pensamiento de un
modo tal que son ellas las que hacen o actúan, como se puede
apreciar en el siguiente ejemplo, entresacado del primer
epígrafe del capítulo: “Todos esos verbos
–asumir, habitar, arriesgar, reinventar, experimentar,
desvelar- accionan la vida viva, y su movimiento deja marcas,
entre llenos y vacíos en la trama de la vida“ (p.
180). Se trata de una tendencia (quizá nada extraña en
alguien que aboga por “una epistemología del lenguaje
capaz de contemplar interacciones e iterancias en
movimiento” –p. 189-) que también aparece en
otros participantes en los seminarios, de manera que en el
capítulo siguiente, debido a Maria Tereza Esteban, podemos
encontrar un enunciado como éste: “La imprevisibilidad
y la invisibilidad tejen lo cotidiano, red en que también se
atan previsibilidad y visibilidad. Los opuestos se cruzan, se
tejen, se aproximan, se distancian, indican rupturas, promueven
encuentros, conviven en las contradicciones, crean un movimiento
difícil de ser percibido, acompañado, aprendido,
comprendido, traducido” (p. 201-2002). Tal vez nos hallemos
ante una estrategia de “descentramiento del sujeto”
como la propuesta por Foucault (a quien Zaccur cita en la
bibliografía); no obstante, en tal caso, no se puede perder
de vista que éste no se adhería a una
epistemología que –como la de GRUPALFA- pretende
enfocar a los sujetos investigados como sujetos y/o reconocerles
su autoría. Como no quiero abonar más la imagen de que
mi obsesión es el modo en que se dice reconocer, pero no se
reconoce, a los sujetos sociales, y menos aún arriesgarme a
ser calificada de “eterna mensajera de las
metanarrativas”, paso enseguida a reseñar el segundo y
último epígrafe del capítulo debido a Zaccur.
Allí nos encontramos en primer término con una
afirmación que, de ser tomada al pie de la letra,
revelaría un desconocimiento del estado actual de las
ciencias humanas; a saber: que “(l)o que viene siendo
tomado como método en las ciencias humanas se vincula a un
modelo de cientificidad derivado del pensamiento iluminista,
calcado de la epistemología de las ciencias duras y
orientado para la obtención de resultados susceptibles de
comprobación” (p.183). No obstante, la deriva que
adopta después el discurso de la autora hace sospechar que
esa afirmación es sobre todo un recurso retórico que,
posibilitándole asociar lo que llama “lógica de
los resultados” a las ciencias duras y éstas, a su
vez, a una determinada forma de presentar los resultados de una
investigación (mediante la secuencia
“introducción, revisión bibliográfica,
procedimientos metodológicos, resultados, discusión,
conclusiones”), le permiten rechazar las exigencias de esa
secuencia. ¿Cómo lo hace?. Discutiendo cómo se
plantean éstas en “un documento-guía de tesis y
disertaciones fuera del ámbito de las ciencias
humanas” (p. 185), lo cual no deja de ser sorprendente
cuando lo que va a discutir es el sentido y/o justificación
que dichas exigencias tienen en éstas últimas. El caso
es que, de ese “documento-guía”, destaca los
siguientes aspectos: “1)la exigencia de detallamiento
metodológico que se justifica en la medida en que debe
permitir la reproducción del experimento como criterio de
validación; 2)el énfasis en la separación
entre informaciones factuales e interpretaciones que avala la
presentación objetiva de los resultados; 3)la
discursión comparativa de los resultados obtenidos que
autoriza la emisión de juicios sobre los trabajos
anteriormente producidos” (p.185: las cursivas son
mías). Si se echa un vistazo a este formato de
presentación de los resultados, cabe valorar que una
investigación cualitativa podría adaptarse
perfectamente a él (y a menudo se adapta) respondiendo a
razones distintas a aquéllas consignadas en el
“documento-guía”, esto es, sin que el
detallamiento metodológico persiga la replicabilidad de la
investigación (sino, p.e., permitir conocer la validez o no
de los procedimientos a través de los cuales se han ido
construyendo los resultados que se presentan), o sin que la
distinción entre informaciones factuales e interpretaciones
busque la objetividad, entendida como la no-incidencia de la
subjetividad del investigador (sino posibilitar, v.g., que se
juzgue si las inferencias realizadas tienen o no alguna base
empírica). De haber acudido a bibliografía
correspondiente al ámbito de las ciencias sociales/humanas,
y no a “un documento-guía” dirigido a otros
campos del saber, Zaccur habría comprobado
–además- que las discusiones comparativas que se
proponen no son sólo de los resultados, sino de los marcos
teóricos a los que se ha recurrido, de las estrategias
metodológicas, técnicas e instrumentos de
investigación utilizados, de los modos de relacionarse con
los sujetos sociales o de restituirles en los textos su
agencialidad o autoría, porque si esa discusión
comparativa tiene algún sentido/justificación no es
tanto el de “autorizar la emisión de juicios sobre los
trabajos discutidos”, sino sobre todo el de disuadir al
investigador de presentar como novedoso lo que no lo es, a no
repetir lo ya sabido y, de esta manera, el de estimularle a
tratar de aportar algo más (o algo distinto) a lo ya
aportado por otros investigadores.
El siguiente capítulo (“Dilemas para uma
pesquisadora com o cotidiano”) es el de Maria Tereza
Esteban. No deja de presentar algunos de los rasgos presentes, en
mayor o menor medida, en los demás; entre los que
cabría detacar ahora el planteamiento de cuestiones
teórico/epistémico/metodológicas que se dejan en
el aire (p.e., a estas alturas no se sabe en qué se pudiera
concretar la diferencia entre el investigar con y el
investigar sobre lo cotidiano), la utilización de un
lenguaje/ideario rupturista que no se acompaña de propuestas
específicas de procedimientos/marcos teóricos para la
investigación/acción que hagan honor al mismo, el uso
de términos (y de citas de autores) procedentes de la
física cuántica, las matemáticas, la
filosofía o las ciencias de la vida que, por la manera en
que son empleados, suelen señalar trivialidades y que, en
algunos casos, permiten incluso inferir que los
“fetiches” de las ciencias duras siguen haciendo de
las suyas en las mentes de quienes tratan de conjurarlos, etc.
Pondré algunos ejemplos. En el epígrafe “Ver o
invisível.. e duvidar do que se vê”, después
de indicar que lleva realizando desde hace tiempo una
investigación sobre la evaluación, la autora habla de
“(l)a singularidad de las prácticas y la multiplicidad
de procesos que articulan la evaluación y la
participación de los sujetos”, y de que todo esto
“demanda procedimientos que no congelen el movimiento en el
momento captado por el/la investigador/a y que no simplifiquen la
complejidad que teje los aspectos privilegiados en la
investigación” (p.200), pero ni siquiera esboza en
qué consisten esos múltiples procesos o esa
singularidad de las prácticas de evaluación y
participación, como tampoco explicita qué
procedimientos emplea o se podrían emplear para intentar no
congelar el movimiento. De igual modo, asegura que “es
preciso el desarrollo de metodologías de investigación
que puedan contribuir para que se tornen perceptibles los
sentidos de los fragmentos despreciables e irrelevantes”
(p.201), es decir, de “lo cotidiano”, pero en lugar
de proporcionar -al menos- trazos de cómo podría ser
esa metodología, lo que hace es señalar con qué
aspectos de su “epistemología” tendría que
ser congruente (“Esta metodología de
investigación está completamente interesada en los
procesos que buscan, simplemente, cambiar el mundo...”;
“El análisis de lo cotidiano se desenvuelve a
través de preguntas [¡¿cuáles?!] que
resaltan.. lo episódico, como una preocupación de
comprender mejor la complejidad de las relaciones para producir
modos más coherentes y eficaces de intervención, en
nuestro caso, las prácticas escolares”; “Lo
cotidiano escolar indica que un mismo proceso colectivo puede dar
margen [¡¿cómo?!] a diferentes procedimientos
individuales [¡¿cuáles?!], marcados por la
singularidad de las experiencias”..., p. 201). En
definitiva, nos hallamos ante un discurso que -como ocurre en
otros capítulos de la obra- no termina de mostrar el modo en
que los planteamientos defendidos pueden re-orientar las
investigaciones/ intervenciones socioeducativas; no termina de
proporcionar herramientas intelectuales que pudieran acercarlas a
esos planteamientos, entre otros motivos porque lo que se va
proponiendo –y tal como se va proponiendo- adopta con
frecuencia la forma de un credo, es decir, se tiene la
impresión de que “la investigación con lo
cotidiano” y la aceptación de sus especifidades (sean
éstas las que sean) sólo precisan de la fe en dichos
planteamientos. Es cierto que estoy utilizando una simple
metáfora, pero ésta me permite sintetizar el
cúmulo de sensaciones que me está causando, en general,
el libro, tal vez debido –y esto puede entrañar un
sesgo en mi lectura- a que no concibo una reflexión sobre
métodos que no ofrezca (directa o indirectamente) ese tipo
de herramientas intelectuales o que no permita vislumbrar en
qué podrían consistir, y para ello es preciso que los
grandes principios epistemológicos sean traducidos o
traducibles a las operaciones teórico-metodológicas
concretas que se necesita desplegar en cualquier
investigación empírica.
Expondré a continuación otro fragmento del
capítulo de Maria Teresa Esteban que, aunque es un tanto
largo, creo que merece ser reproducido para apreciar qué
entiende por “teoría del caos” y
“complejidad”: “Todavía me parece más
difícil el desarrollo de la investigación de lo
cotidiano cuando elegimos la escuela como campo. La escuela es
la propia teoría del caos en realización. Todo
acontece al mismo tiempo y, frecuentemente, fuera de la hora en
que debería acontecer. Los sujetos de la investigación
terminan por no dejarse traducir como objetos de la
investigación y se mueven según sus propias
definiciones, no según nuestro plan, nuestras previsiones,
ni siquiera nuestros acuerdos: faltan exactamente en el día
de nuestra ida a la escuela, hablan de todo menos de aquello que
queremos saber, actúan exactamente en el sentido que la
teoría en que nos fundamentamos critica.../ En medio de
la complejidad de lo cotidiano, inevitablemente marcada por
la multiplicidad, muchas veces es difícil encontrar un rumbo
para la investigación” (p. 202: las cursivas son
mías). De lo anterior cabe inferir que las concepciones de
“teoría del caos” y de “complejidad”
que maneja la autora aluden al hecho de que en la escuela ocurren
muchas cosas al mismo tiempo y fuera de los planes y previsiones
del investigador. Dado esto, se comprende la razón por la
que otros investigadores sociales no se han sentido movidos a
generar una “epistemología de la complejidad”
como la propuesta por GRUPALFA o, según se mire, la han
practicado sin advertirlo: como sabían que estudiaban
comportamientos humanos, no se les ocurrió establecer planes
o previsiones que les posibilitaran preverlos con exactitud, y no
les llamó ‘epistemológicamente’ la
atención el hecho de que la gente faltara a las citas y
sorteara las preguntas y requerimientos de un investigador; como
es posible que también leyeran a William I. Thomas, ya
sospechaban que los agentes sociales actúan con frecuencia
según sus propias definiciones de la realidad; y como es
poco probable que se fundamentaran en teorías que criticaran
el que los sujetos actúen en algún sentido, trataron
simplemente de conocer el sentido de ese actuar. En suma,
-según se desprende- “la teoría del caos” y
“la epistemología de la complejidad” lo que
mantienen es que el mundo social es social, y no está
habitado por autómatas cuyos comportamientos fueran
predecibles por leyes. Llegados a este punto, el lector/a (o, al
menos, el que lleva un tiempo dedicado a la investigación en
el ámbito de las ciencias sociales/humanas) se siente como
aquel personaje de Molière que descubrió que siempre
había escrito en prosa: tan gratamente sorprendido/a de
poderse etiquetar como “teórico/a del caos” y
“epistemólogo/a de la complejidad” que, sin
importarle lo que de ello piensen matemáticos, físicos
o epistemólogos, pasa a considerarlo como una recompensa a
los vanos esfuerzos desplegados para averiguar qué entiende,
más allá de lo trivial, GRUPALFA y “afines”
por complejidad, caos, investigación con lo
cotidiano, rizomático, rigor flexible,
individualcolectivo, espaciotiempo, autoorganización,
dislocamiento, iterancias, errancias, nómada,
híbrido.., ..o, sobre todo, para vislumbrar en qué
estriban las metodologías que proponen. Expresado con otras
palabras: aún aceptando que las ideas vehiculadas por
términos como los anteriores tienen una cierta fuerza
sensibilizadora de cara a evitar determinadas simplificaciones de
la realidad social, queda todavía por saberse de qué
fuerza teórico-metodológica las dota ya no sólo la
autora de este capítulo, sino también el resto de los
participantes en los seminarios. Para terminar, hay que subrayar
que en el texto de Maria Teresa Esteban cabe encontrar algunas
reflexiones interesantes, como las que dedica a la
distinción entre “discurso verosímil” y
“discurso plausible” (pp. 205-06), que toma de Manuel
Sarmento, o a la aplicabilidad en las ciencias sociales del
concepto de “deriva estructural” formulado por
Maturana, que –tal como indica- podría servir al
investigador como ayuda para “dar orden al caos
encontrado” (p. 203).
Los dos siguientes capítulos son los de Mairce da Silva
Araújo (“Cenas do cotidiano de uma escola
pública: olhando a escola pelo aveso”) y Virgínia
de Oliveira Silva (“As marcas da leitura em
nós..”). En el primero de ellos, la autora –como
insinúa el propio título- nos describe/narra varias
escenas que constituirían ejemplos de lo que llama
“innumerables ejemplos de tácticas (Certeau,
1994) de intervención que suspenden, aunque
provisionalmente, los trazos de exclusión social” de
las clases populares en las escuelas (p. 214). La escena inicial
presenta a una conserje, Vitória, que traspasando las
funciones a las que su cargo la obliga, se implica en la
educación socio-cívica de los alumnos, los conoce
personalmente, e intercede por ellos cuando la dirección
toma decisiones que pueden perjudicarlos. La escena siguiente
atañe a la elaboración de un mural que
–según dice- “reafirmaba la escuela en cuanto
espacio híbrido, donde también hablan voces que
reivindican ser oídas y apuntan para un proceso de
fortalecimiento de la identidad étnica de los niños de
las clases populares” (p. 216); la razón es que dicho
mural, titulado “Brasil muestra su cara”, retrataba
al país incluyendo también “artistas, jugadores y
trabajadores negros”, de modo que –tal como
continúa diciendo- hacía visible la composición
étnica de la mayoría de los estudiantes de las clases
populares. En la tercera escena, las
“tácticas” las desarrolla la propia
autora, haciendo ver a una maestra cosas “que antes no
veía” (p. 219), esto es, que la cartilla que iba a
usar para alfabetizar a sus alumnos presentaba “detalle(s)
desapercibido(s) a primera vista”: “en un libro con
doscientas páginas, el primer personaje negro de la historia
aparecen en la página 68 y es apenas amiga de uno de los
personajes centrales de la cartilla” (p. 218); “para
un total de ocho personajes blancos en la cartilla, había
apenas dos personajes negros” (p. 218) o que el retrato de
familia que se exhibía era el “de la familia nuclear
burguesa” (p. 219), un “modelo ideologizado de
familia” que no se corresponde con el mayoritario entre los
alumnos de “descendencia afro-brasileña”, entre
los cuales predomina la presencia de “mujeres como jefes de
familia” (p. 220). Con estas
“tácticas”, Araújo piensa que
consiguió transmitir a la maestra “preocupaciones que
estaban repletas de posibilidades de rompimiento” con lo
que antes preconcebía. Nada dice acerca de las
prácticas posteriores de la maestra a este respecto, por
tanto, tampoco acerca de la eficacia de su método de
“concientización”. Lo que sí explicita es
su planteamiento de partida, que dice tomar de Freire: que la
escuela “(s)ólo será un ambiente alfabetizador
favorable a los niños de las clases populares y,
especialmente a los niños afro-descendientes, que hoy,
mayoritariamente, componen el cuadro de las escuelas
públicas, si incorpora tanto la actualidad cultural de los
niños, como la historia de sus antepasados” (p. 222).
Y, sin duda, sería un interesante modelo de
intervención socioeducativa si fuera acompañado de un
estudio en profundidad de los medios de origen de los alumnos,
esto es, de las culturas concretas en que transcurre su vida
cotidiana fuera de la escuela (y que ellos mismos contribuyen a
crear en interacción con otros), a partir de lo cual
podrían ser desarrolladas estrategias que aminoraran la
distancia entre la cultura escolar y las culturas de origen de
los alumnos; un modelo que (cuando no pretende incidir
únicamente en los contenidos del curriculum, sino igualmente
en otros aspectos implicados en los procesos de
enseñanza/aprendizaje, tales como las estructuras de
participación en el aula, los estilos de aprendizaje o las
formas -práctica/docta- de relacionarse con el saber),
parece haber dado frutos dignos de consideración en los
contextos en que se ha aplicado. Ahora bien, el texto deja
entrever, por un lado, que sólo se repara en los contenidos
curriculares y, por otro, que -a pesar de menciones
explícitas “a la actualidad cultural de los
niños”- la autora está realmente pensando en una
“cultura africana” idealizada, homogénea y
cosificada: “(e)studiando el status de las mujeres
negras en la sociedad brasileña, Landes (2002) afirma que en
las complejas sociedades africanas, de donde viene o de donde
desciende una gran parte de la población esclava que vino a
Brasil, las mujeres no sólo administraban propiedades,
mercados, negocios domésticos, sociedades secretas, sino que
también eran reconocidas oficialmente como sacerdotisas,
médiums y reinas, y trataban de intereses femeninos”
(p. 220).
Virgínia de Oliveira Silva nos ofrece, por su parte, un
texto cuasi autobiográfico en el que, además de
presentarnos algunos hitos y logros de su curriculum vitae como
enseñante, relata diversas experiencias personales y
profesionales relacionadas con la lectura. Así, nos confiesa
que su “fallecido padre” (p. 227), “que
cursó solamente las dos primeras series de la escuela
primaria, recorriendo a pie los dieciseis kilómetros que la
apartaban de su casa”, “orgulloso, leía
deletreando alto y con buen sonido todas las noticias que dijesen
sobre su tierra natal” (p. 228) y que su madre le
entregó “las llaves del mundo de las letras”
cuando, p.e., le recitaba o inventaba para ella historias sin
fin. Evoca también “los colores, los olores, sonidos,
toques y sabores que impregnaban” los domingos de su
infancia y adolescencia, así como los viajes que hizo con su
padre, que era feriante, a la Feria de los Nordestinos, en la que
–entre otras creaciones orales y escritas- conseguía
versos anónimos que aún recuerda (tanto es así,
que los transcribe en el texto). Después de embarcarse en un
alegato contra la sociedad “competitiva” y poco
“solidaria” de la “Era Posindustrial”,
que ha ido sustituyendo la lectura por la tecnología y la
enseñanza presencial por la enseñanza a distancia (p.
233), expondrá su idea de que “no es la lectura per se
la que nos traerá la ciudadanía o la
transformación social, sino la interacción, el
entrecruzamiento de diversas experiencias y acciones, en los
campos sociopolítico, económico o cultural”, y
que es precisamente eso lo que quiere rescatar en este
capítulo. Para ello, después de dedicar unos
párrafos a Freire, narrará una iniciativa que ella
misma protagonizó junto a otros profesores de la Escuela
Municipal Pedro Soares, de Praia Provetá, Ilha Grande,
Municipio do Angra dos Reis. Consistió en poner en
funcionamiento la “Biblioteca Espumas Fluctuantes y su
Combés de Lectura”, esto es, una biblioteca ubicada en
el barco que transportaba hasta la escuela a los profesores y
alumnos de diferentes playas de Ilha Grande. Según asegura
la autora, no sólo fue aumentando la dotación de libros
y el número de lectores que utilizaban la biblioteca, sino
que ésta aún persiste; un asunto este último que
es enfatizado en el epígrafe de conclusiones como un indicio
de la importancia que tuvo y aún tiene dicha experiencia.
Nada que comentar, salvo que se trata de un autorretrato
épico que, a veces, raya en una profunda emotividad.
El último capítulo es “Fronteiras do
cotidiano”, escrito por Maria Izabel Porto de Souza,
miembro del Grupo Mover de la Universidad Federal de Santa
Catarina. Sabemos que hizo las veces de relatora en los
seminarios, por cuanto, p.e., en la p. 246 asegura que
“(l)a primera sensación, en esa experiencia de
relatora, fue la de desorientación.., como si el orden
estuviese puesto en desorden”; un desorden del que
–según continúa diciendo- “surgió un
nuevo orden” cuando entrecruzó las experiencias
narradas por los investigadores de GRUPALFA con su propia
experiencia. Con todo, el texto no se dedica a comentar los
trabajos de éstos, sino más bien a exponer su propio
punto de vista sobre “las investigaciones con lo
cotidiano” y a describir el Proyecto Oficinas del Saber, en
el que está participando. La autora, al realizar esta labor,
probablemente ofrezca las reflexiones
teórico-metodológicas más interesantes del libro
reseñado; entre las cuales se podrían destacar las que
dedica a relatar el proceso de
investigación/intervención socioeducativa que está
desarrollando en el contexto de dicho proyecto. Habla de la
existencia de una “cultura de sobrevivencia” que
lleva a que los alumnos procedentes de las clases populares
tengan ideas y otras percepciones sobre el tiempo, el espacio,
las relaciones, los saberes, etc. diferentes a las predominantes
en el escuela. Lo interesante es que, a través del relato de
su experiencia en el Proyecto mencionado, no sólo va
mostrando en qué aspectos concretos difieren/chocan
“la cultura de sobrevivencia” y la escuela, sino las
estrategias a través de las cuales va conociendo tanto esos
aspectos como sus consecuencias para el proceso de
enseñanza/aprendizaje de los alumnos. Así, lo que va a
considerar “cultura de la sobrevivencia”, esto es,
los modos de sentir, actuar y pensar de las clases populares, lo
va infiriendo a partir de las observaciones de las prácticas
de los niños (y/o de sus interacciones con otros niños
y con los adultos) tanto en las aulas como en sus medios de
origen. La cultura a la se refiere es -por fin, en este caso- una
cultura vivida, una cultura realmente “practicada”; y
los contrastes, contradicciones, encuentros y desencuentros son
presentados (y comprendidos) como produciéndose entre
sujetos sociales que actúan, piensan y sienten según
lógicas diferentes. Por último, señalar que Maria
Izabel Porto de Souza recurre al concepto de hibridación
para designar los procesos que tienen lugar en los
“espacios intersticiales”, en los que las
lógicas de actuación de los sujetos que se encuentran
en ellos son distintas e, incluso, contradictorias (como sucede
en las escuelas que reciben a niños procedentes de las
clases populares). Se trata de un recurso conceptual que
entraña riesgos, uno de los cuales consiste en que el
investigador no termine de romper definitivamente con una
concepción esencializada o cosificada de cultura y que, por
tanto, simplemente pase de concebir la escuela y/o a los
individuos que la conforman como llenos de la misma esencia o
“cosa” a concebirlos como llenos de múltiples
esencias o “cosas”. La principal ruptura con respecto
a una concepción cosificada de la cultura no la consigue la
autora, desde mi punto de vista, cuando apela a la idea de
hibridación, sino cuando, enfocando la cultura como formas
de sentir, actuar y pensar de los sujetos, sostiene que es
re-elaborada y re-creada por ellos en su vida cotidiana,
utilizando esta concepción en la práctica de su
investigación/intervención socioeducativa.
En suma, el libro no deja de presentar algunos
capítulos interesantes, y tal vez una parte de las
críticas que abonan otros podrían haberse evitado si
los autores hubieran dispuesto de más espacio para
desarrollar sus ideas, puesto que una media de 16
páginas/autor resulta insuficiente para tratar con un
mínimo de detenimiento y concreción asuntos que, sin
duda, no son sencillos de argumentar y defender.
Acerca de la organizadora del libro
Regina Leite Garcia
Profesora titular del Área de Alfabetización de la
Facultad de Educación de la Universidad Fluminense, y
coordinadora de GRUPALFA (Grupo de Pesquisa Alfabetizaçao
das Crianças das Clases Populares)
Acerca de la reseñadora del libro
Mª Isabel Jociles Rubio, Doctora en
Sociología y Profesora titular de Antropología Social
de la Universidad Complutense de Madrid. Líneas de
investigación: identidades culturales, educación y
trabajo, metodología y epistemología de la
investigación social, etnografía de la
educación.